lunes, 4 de mayo de 2009

Luz de azahar


A La Pitaya

Todo el mundo le dice que nació con buena estrella, pero ella sabe que la mejor manera de decirlo es “con buena luz”. La luna estaba preciosa cuando doña Clara, su mamá, quiso hacerse un ramito de azahares para poner bajo su almohada. Como llevaba ya varios días con el mismo capricho, el pobre naranjo que se alzaba a medio patio estaba más pelón que un guaje. Así pues, la redonda, llena, plena mujer fue agarrando rumbo por el cafetal de Sebastián Trejo, que había marcado su colindancia con una hilera no muy derecha de naranjos.
Y fue, ahí, al alzar la mano para cortar las flores, que comenzó con los apuros. “¡Ora sí!”, nomás dijo. Se quedó quietecita y lloró un poquito. “¡Ora sí!”, repitió al calcular que faltaban varias horas para que regresaran los que se habían ido a fandanguear a casa de doña Lola. Entre ellos estaba Ambrosio, su marido, un hombre bueno y trabajador que tenía una sola debilidad: la pachanga.
—Ve, hombre, ve— le dijo Clara, sabiendo que su ofrecimiento de quedarse a acompañarla le dejaba el antojo atravesado. Para convencerlo inventó que quería pasar una noche sin sus ronquidos.
—Ah, bueno, si es por hacerte un bien, me voy tranquilo— respondió aliviado Ambrosio mientras doblaba muy bien el pañuelo que horas más tarde iba a quedar totalmente empapado de un gusto bien cumplido.
En realidad, la mujer quería disfrutar en el silencio que prometía la ausencia de todos sus escandalosos parientes sus últimos momentos a solas con su niña. Porque ella siempre estuvo segura de lo que venía cargando desde tantos meses atrás.
De eso se acordó mientras agarraba aire bajo el naranjo. El aroma de los azahares se le metió en todo el cuerpo, tranquilizándola. “Orita soy el mundo entero de mija —pensó, dejándose deslizar sobre el árbol—; lo que respiro, respira; lo que temo, teme; lo que soy, es”.
En eso nació Luz. La madre la tomó entre sus dedos y pensó en su cuerpo como un naranjo y en su hija como un azahar. Absorta en contemplarla, no advirtió que no hubo llanto y apenas dolor. Perdida en los ojos minúsculos de la recién llegada, vio una luna pequeñita y entonces notó el estruendo que las rodeaba. La tierra ardía en vida. Las hojas de los cafetos respiraban tan intensa y afanosamente que casi se podía decir que jadeaban. Los grillos frotaban sus patas con un frenesí descomunal para la insignificancia de su talla. Desde el sueño de sus enterradas cavernas, las serpientes agitaron los crótalos. Las arañas se descubrieron músicas al tensar en ángulos inverosímiles el laberinto de sus redes.
El ruido aquel salió del cafetal, agarró camino arriba y llegó a perturbar las jaranas que le cantaban a doña Lola. Ambrosio perdió el paso y la gente ya no se pudo concentrar en el son que insistía en seguir sonando.
Él se echó entonces a correr, guiado por el griterío del cafetal y, sobre todo, por el blanco incendio que colmaba la colina de don Sebastián. Casi enloquecido, llegó hasta el pie del naranjo, donde su mujer, a punto del desvarío, sostenía en brazos a la niña. La envolvía no sólo el vuelo de su vestido: una inmensa y tibia nube de luz la protegía también. Eran miles, tal vez millones —¿quién iba a contarlos?— de cocuyos.
“¡Luz! ¡Luz!”. Su padre sólo eso atinó a decir, mientras amorosamente la acunaba en un brazo a su hija y con el otro levantaba a su Clara. Ya muy cerca se oía la carrera de los fandangueros que habían corrido tras él. Justo cuando encumbraban, la nube se apagó discretamente, como instantes antes había cesado también la nocturnal sinfonía. La sensación que todos compartían sin saber cómo articular era la de haber sido arrancados de un sueño.
Luz cumple hoy quince años y sus padres lo celebran con un fandango en serio. Las viejas jaranas suenan con un gusto de aquellos y, aunque se queja, la tarima no se quiebra. La niña, como cada día desde que nació, está feliz. Sonríe y se ilumina. “Nació con buena estrella”, dicen lo que entonces creen estar en plenilunio. Sólo ella sabe que son miles, quizá millones, de cocuyos los que esa noche se atreven a confundir a las mareas con tal de seguir siendo parte de un milagro.

sábado, 25 de abril de 2009

Actos de fe



A Chuy
I

—Uy, ya no queda nada. Antes había de todo: venados, gallinitas de monte, no se diga conejos, zopilotes… Mucho animal de uña: pumas, gato montés, leones…
—¿Leones?
—Ah, sí. Una noche, mis hermanos llegaron con mucha hambre del monte. Habían estado haciendo vigas todo el santo día. Serían las ocho. Yo ya estaba acostada, pero me levanté para avivar el rescoldo y calentarles su cena. Mi mamá, como los vio tan cansados, se ofreció a descargar los animales. Unas mulas chulísimas, una retinta, la otra alazana. Los burros eran pardos, como todos. No tenían chiste. En eso, oí clarito un rugido. De león. Ay, Virgen santísima. Lo único que supe hacer fue tomar un palo ardiendo y ponerme tras la puerta. Ahí oí cómo mi mamá tranquilizaba a las mulas: “Oh, oh… Ya, bonitas. Ya se fue…” Cuando entró, le pregunte qué había sido ese espanto. “Nada —me dijo nomás—, anda, ya vete a dormir, yo cuido aquí las tortillas.” Clarito entendí que no me quería asustar.
—Pero, ¿leones?
—¿Entonces? ¿Cómo explicas, si no, que mi mamá ni siquiera me haya querido decir qué eran? Te digo que eran leones.



II

Cuando era niña, una mirruñita así, me puse muy mala. De un susto. Me quedé sin hablar, sin dormir, sin comer. Y calentura todo el tiempo. Nada me la quitaba. Con decirte que tres días así y ya me estaba muriendo. La gente le decía a mi mamá: “Se le va a ir, Silvianita, se le va a ir”. Ella ya no sabía qué hacer. Me daba todos los remedios que le recomendaban. Como ya no tenía qué darle de comer a mis hermanas, se fue con su carga de leña al pueblo grande. Dice que en el camino iba llore y llore. Seguro iba a perder a su criatura. De qué había servido que se le salvara de la viruela si ahora se iba a ir de un simple susto. Cuando entregó su leña, el dueño de la tortillería le dio de pilón un kilo de masa blanca. Se puso contenta y salió a buscar su burro, pero el canijo ya se había soltado y andaba pastando en un baldío. Lo que son las cosas. Ahí se encontró con una anciana tan pobrecita que, sin pensar en sus hijas hambrientas, le dio su masa. La señora le preguntó qué pena la tenía tan mortificada. Mi mamá le contó todo, llorando. La viejecita le dijo que no se preocupara, que sí había un remedio. Sólo tenía que darme hueso de gigante, molido, revuelto en un poco de pulque. Con eso tenía. Mi mamá se quedó en las mismas. ¿De dónde iba a sacar hueso de gigante? La mujer sacó una bolsita de su pecho y se la dio. Era poquito, pero con eso alcanzaba. Mi mamá llegó recontenta a verme. Revolvió el polvito en pulque y me hizo tomarlo. Yo no quería, pero ya no tenía fuerzas para defenderme. Me lo tragué todito y en cosa de horas me alivié. Y aquí estoy.
—¿Gigantes? ¿A poco existen?
—¿Crees que no? Entonces, a ver, dime, ¿con qué me curé?



III

—Entonces, mija, ya acabaste la escuela.
La veo alisar con la mano su mandil de cuadritos azules. No me mira. Me pregunto si ella sabe cuán hermosas son sus moradas, oscuras, rasposas manos.
—Sí, al fin.
—No sé cómo le hiciste. Yo nunca hubiera tenido cabeza para eso. Me encalabernan las letras, la gente que habla tanto.
Ahora ve por la ventana, quizá buscando una silenciosa nube que, sin encalabernarla, le diga todo lo que esa tarde necesita saber: si caerá granizo, si deberá echarse otro chal a la espalda, si ya puede destetar al becerro…
—La verdad, no se me hizo tan difícil.
—¿Ah, no? ¿Y por qué crees?
Ahora sí me mira pero por primera vez no veo claro en sus ojos. Me entretengo reparando en eso y no respondo. Insiste.
—¿Por qué crees?
La pregunta, engañosamente sencilla, encierra un gato. (De pronto tengo otra vez ocho años y la nueva maestra me interroga a mansalva: ¿para qué sirve el transportador del juego de geometría? La respuesta parece tan simple que no puede ser cierta, la suelto de todos modos.)
— No sé… ¿porque soy lista?
—Ah…
Equivocadísima. (El transportador no sirve para transportar.)
—¿No?
—… entonces san Martincito no te ayudó para nada…
Apocada, mi breve soberbia se apaga ante el resplandor de cada veladora prendida en mi nombre por ella desde que soy su nieta. Sonriendo buenamente en la concha donde vive con su escoba, san Martín de Porres nos mira.
—… y porque san Martincito intercedió por mí en cada examen…
Sonríe al fin. Sus ojos han recuperado su líquida claridad. Y yo la certidumbre de que, pese a mis ocasionales lapsus en la fe, tendré siempre sobre mí su bendición.
Porque la nube que lee mi abuela suele venir cargadita de agua.


domingo, 15 de marzo de 2009

Instantáneas

En el cristal se veía la Macroplaza y un rostro muy parecido al mío, pero infinitamente más triste. E inflamado. En el pómulo izquierdo, la piel comenzaba a tornarse azul. Le tomé una foto de cuerpo entero al reflejo, como los turistas retratan a los niños con mocos en los mercados o a la puerta destartalada de una vecindad. Miserias fotogénicas que se lleva uno de recuerdo no sé para qué. Acaso para que un día, cuando ya no eres esa mujer, el retrato salte de un libro olvidado como un arlequín sádico y te diga: “¿Te acuerdas?”. La memoria, estoy convencida, es una habilidad sobrevaluada.

***

Era un Impala o un Thunderbird. No sé. Uno de esos carros largos que parecen lancha en el lago disecado que hemos hecho ciudad. En el asiento delantero cabíamos cómodamente tres personas. Al volante estaba un sujeto lerdo y, por suerte, callado al que sólo vi esa vez. Era amigo de L., un tipo que a veces se parecía muchísimo a Lennon en esa foto donde tiene la boca apretada y los brazos cruzados sobre una camiseta de New York City. Un tipo a quien por momentos yo creía amar. Momentos tan efímeros como la cerveza fría en ese ardientemediodía dominical. Entre ellos dos habían bebido media docena de esas botellas oscuras que parecen barrilitos. Yo miraba tan a lontananza como es posible en un eje vial. De Oriente, un viento vino a enredarme el cabello. Al defenderme de él, me agaché lo justo para mirarnos, a los tres, en el espejo lateral derecho. La imagen me pareció una copia casi exacta de una de las dos fotos que de mi padre conservaba aún mi madre. Sentado ante una mesa de cantina, rodeado de amigos de cantina, él sostiene una Victoria, mientras su mujer, conmigo en sus entrañas, alimentándome umbilicalmente de desencanto, parece preguntarse qué diablos hace allí. “¿Qué diablos hago aquí?”, díjeme. Y me bajé. Desembarqué, más bien. No sé bien dónde, pero quisiera pensar que fue sobre el viejo canal de Santa Anita.

***

Seguramente tienen un nombre especial, pero yo las conozco como fotos de circo. En realidad son llaveros, en forma de prisma, que en la base translúcida llevan una diapositiva y en el otro extremo un orificio para ver la imagen a contraluz. Me han tomado dos fotos de ésas. En una aparezco en brazos de mi madre que me mira arrobada, como si no tuviera yo puesto el sombrero rojo más horrendo y como si no fuera ella la responsable del desastre. En la otra, aparezco de perfil al lado de L., en un circo vacío. ¿A quién se le ocurre ir al circo en martes? Aquel día, a dos parejas que esa tarde entenderíamos por qué el show no siempre debe continuar. En la foto no se ven, pero frente a nosotros desfilaban con desgano un payaso resentido y sin chiste, cuatro malabaristas-dulceras-taquilleras con mallas que no soportaban un remiendo más, un león dormido, una elefanta voluntariamente amnésica y el motociclista que protagonizaba el acto estelar: “el giro de la muerte”. A él le entregamos el dinero que nos restaba porque, antes de entrar a la jaula esférica para dar volteretas durante 45 segundos, nos explicó que la diversión que estaba por brindarnos no gozaba de la cobertura de un seguro de vida. Lo dijo en el tono de los que al pedir una moneda en el pesero, aclaran que, si quisieran, podrían estar robando. Además, ya habíamos advertido que sólo éramos cuatro en medio de una comunidad entrañablemente unida por la desgracia de haber escogido un arte incomprendido. La foto del sombrero rojo sigue siendo un preciado tesoro de familia. A la otra la había olvidado. Pero hoy es martes. Y al barrio acaba de llegar un circo.

martes, 10 de marzo de 2009

Por las ramas


A G. Santander, que escribe poemas con frases como
"Camina no cualquier nalga/ Es una nalga que hundió reputaciones..."


Mi amigo G., que es gay, considera que, dada la superioridad numérica de las mujeres en el mundo y la nunca menguante población homofílica, la escasez de odas al cuerpo masculino es inexplicable, injusta e ingrata. Evoco una o dos anatomías memorables. Retazos de ellas, mejor dicho. Un muslo tibio. Un rojizo lunar púbico. Un pecho lampiño. Una barba de madrugada. Sí merecen, aun a la distancia, una o dos frases honrosas, cómo no. Después de todo, los dueños de un par de esos cuerpos se tomaron la molestia de descuartizarme para luego escribir de piernas, labios y sonrisas diagonales. ¿Será entonces que mi corazón destrozado no fue resultado de una crueldad calculada, sino meramente de un fallido ejercicio poético? Mi amiga S., tan sabia, me consolaba con una frase que vio citada en la papeleta de algún restaurante de franquicia: “las mujeres que no tienen suerte con los hombres, no saben la suerte que tienen”. Sí, pero de todos modos, creo que G. tiene razón y que hay un poema por escribir. El problema es que no soy mujer de versos. Me gusta imaginarme, más bien, como una mujer de giros. De giros de cumbia. Elocuencia no falta en los cuerpos movidos tropicalmente. L., el letárgico ex marido de S., le oyó decir a un consumado bailarín de danzón, que hay que desconfiar de la gente que no baila. Pienso en cuán confiada fui aquella vez en el Salón Veracruz, cuando dejé que los dedos índice y medio de T., taxista de oficio diurno, tahúr al meterse el sol, me enseñaran a bailar Nereidas. Él, con la mirada obstinadamente en lontananza, jamás me vio a los ojos mientras bailábamos. En cambio, M., en el fondo sólo un mamón, llegó a la conclusión de que yo no era de fiar porque, en vez de reconocerme en sus pupilas, preferí contemplarme en mi vestido rojo, mientras bailábamos en el restaurantito aquél, tan tapizado de espejos. No sé, quiero creer que de la gente que no baila no hay que desconfiar, sólo enseñarle un par de pasos. Ahora que si no aprende… Ahí está N., mi aniñada tía, que jamás ha logrado bajar a los pies la ligereza con que, cuando está tumbada en el sillón, se sueña, moviéndose, con guantes hasta el codo y una orquesta monumental al fondo. En cambio nuestro pariente O., oscila su cuerpo de oso con tal fuerza y determinación, que todas pasan por alto su falta de gracia y él jamás se ve relegado a la orilla de la pista. Lo mismo ocurre con A., la esposa de mi tío H., alhajita a quien una madrugada vi bailando en el Tropicana con otro señor, siguiendo una técnica mecánica, pero a todas luces eficiente. ¿Será que el tío confía en ella porque baila? Pensé en guardarle el secreto, pero terminé despepitándolo un par de semanas después, cuando con esa noticia le correspondí a mi prima P. el caudal de noticias con que me entretuvo en una larga sobremesa que de otro modo hubiera sido insoportable. En otro convivio, muy distinto pero igualmente dilatado, mi amigo E., recientemente tan enamoradizo, trataba de convencerme de que eso de “estar sentido” es un mexicanismo, un sentimiento incomprendido allende nuestras líneas divisorias. ¿Será? Lo consulto con Ch., una compañera de trabajo chapada a la antigua que colecciona agravios en la oficina, en su casa y, recientemente, en el Metrobús. Coincidimos en que debe tratarse de algo universal. Lo comprobaríamos si las garitas de salida de este país no quedaran tan fuera de la ruta del metrobús que me lleva a un museo de la colonia Tabacalera. Sólo por entretenerme en el viaje, trazo mis fronteras locales: al oriente, Congreso de la Unión; al norte, Cantera-Ticomán; el Periférico al sur y de una vez al poniente. Tierra adentro en esa cartografía, en otro día del calendario, camino por un camellón techado de jacarandas en flor con los esposos J. y V., tan complementarios. Ella siempre tan llena de altas convicciones. Tanto así que éstas comienzan a indigestarla, aunque ella cree que el aire malhumorado que de pronto nos intoxica tiene otro origen. Cuando los dejo, me quedo un rato imaginándolos en otras combinaciones: a J. tan justo y a V. tan volátil, emparejados con todos los aquí citados: la fugitiva esposa, la sabia exiliada, el insufrible catedrático, la furibunda autodidacta, el casi olvidado cancionero… Perdiendo así el tiempo es que el poema que reclama mi querido G. aún no encuentra su primera palabra…

Escarcha azul

Las tres hijas de mi abuela, todas señoras de su casa, creen que su mejor talento está en la cocina. Pero es en torno al fogón de su madre donde el sabotaje se revela como una vocación más sincera. Se esconden la sal, bajan o suben el fuego ajeno, usan las pasas para otra cosa... El clan sobrevive sólo porque el aquelarre se limita a Nochebuena.
Aquella tarde, sin embargo, la cocina estaba en armoniosa ebullición. Unas manos rojas betabel me arrinconaron en cuanto crucé el umbral.
—Le dieron una pela de aquellas a Juana —suelta mi mamá.
—¿Por qué?
—Por cusca… andaba con un casado —aporta Cristina, con los poros de la nariz excitados no por las especias con que barniza al lechón sino por la adrenalina del chisme.
—La mujer vino por ella. Le gritó desde el portillo y como aquélla no salía, ésta que se mete… —tercia Paula, espiando por la ventana la casa de junto.
—Y que la saca de las greñas, hasta el patio. Y de ahí al kiosko —recrea mi mamá acto y trayectoria con las manos.
—Pero, ¿por qué?
La abuela, suave matrona, apenas entra pero ya sabe lo que se cuece.
—Ah, ¿no te han dicho? Es que Juana…
—Sí, ya sé, pero, ¿por qué? —interrumpo, de pronto divertida.
—¿Cómo por qué? —dice mi mamá, irritada por tener que decidir si su cría es descarada o sólo tarada.
—¿Por qué a ella? ¿Por qué no a él?
—Ah, entonces hay que aplaudirle —dice la abuela, de pronto sarcástica.
—No, pero…
—Hay por ahí un rollo de escarcha azul. A ver dónde la cuelgas.
Es por eso, amigos, que esta noche en mi casa el árbol está desnudo. Y la mesa también. ¡Salud!

lunes, 9 de marzo de 2009

Santo Domingo

Al rasgar la piel de una mandarina. Al entibiarse un pino (sin raíz) al sol. Al destilar la inversión térmica su veneno... Hay muchas maneras de oler que ya viene Navidad, mas, para ella, pocas tan potentes como la tinta fresca de Santo Domingo. Pensándolo, se interna en los portales, mundo poblado por hombres malhumorados –y no tan ligeramente intoxicados–, inmunes a las fórmulas de felicidad que pasan por sus manos ennegrecidas.
Los buenos mexicanos tendrían que ir ahí cuando menos una vez al año: por el bautizo, la fiesta de tres años, los XV –así, en romano–, la graduación, la despedida de soltera, la boda, el baby shower, la tarjeta navideña, la esquela final... Los malos también, pero sólo una o dos veces por vida: para corregir el origen, para mudar de destino. Sabiéndolo, ha comprado 25 tarjetas en Palma Norte. Siempre, pero especialmente ahora que el papel lleva nieve, terciopelo y madonas, el golpe de la plancha del impresor suena violentísimo.
Santo Domingo tiene su propia liturgia. Recibe una lista de versos numerados que pueden pertenecer simultánea e involuntariamente a las categorías de solemne, chusco y cursi. Pide “texto especial”. Herejía. Nada molesta más a un impresor que una oveja descarriada.
—Le cuesta más.
—No importa.
—No se lo tengo hoy.
—No importa.
Descarriada y necia.
—Quiero que diga: “En esta Navidad, helada, envenenada y vendida, te deseo felices fiestas”.
Ah. Los impresores no saben de signos. Omiten la primera coma. La ingeniosa ambigüedad se hace amargura inaceptable.
En efecto, le ha costado más.

viernes, 6 de febrero de 2009

Un niño un libro un perro


La siesta es el postre. Los rayos perpendiculares de la tarde y el rescoldo en el fogón crean en aquella pequeña cocina de adobe una tibia temperatura que invita al cabeceo. La abuela es la primera en caer, seguida por su marido, un hombre que al dormitar mueve el bigote como si soñara que es un gran orador. Fermín contempla largamente a aquellos viejos de rostro color berenjena y olor a tierra de encino. Les cuenta los surcos en el rostro, las pecas en las manos, los remiendos en la ropa y luego se cansa de contar.
De puntillas, alcanza los entrepaños del trastero en busca de un caramelo; su mano tropieza con un descarapelado pocillo lleno de monedas ya en desuso y una botella de aguardiente con un olote rojo a modo de tapón. A un lado, como un trasto más, descansa un libro viejo y despastado. Fermín está por tomarlo cuando una orden seca de su abuela lo detiene.
—Deja. Es el libro de don Cristóbal.
Don Cristóbal es el hombre de escasos cabellos entrecanos que sigue cabeceando en su silla. Después de 50 años juntos, ella siempre se refiere a él de ese modo: “Don Cristóbal”. Lo tutea, por supuesto, pero le dice: “Oye tú, don Cristóbal”.
Al escuchar su nombre, el abuelo se despereza, frotándose el bigote. Sin prisa, se pone el sombrero; toma la cubeta y el acocote. Aunque no es necesario, dice:
—Voime yo. Ya es hora de raspar.

***

—¿Sabes que los perros también se pueden morir de tristeza?
El niño mira intrigado a su abuela, que se levanta de la silla para empezar sus tareas vespertinas.
—Eso dice el libro de don Cristóbal. Le voy a decir que te lea un cuento al rato –le dice, con una voz extraña, temblorosa. Fermín voltea a verla, pero ella ya está en el patio.

***

El olor a toronjil inunda la cocina. Fermín tiene frente a sí un pan con cajeta, pero lo que saborea de antemano es la historia que su abuelo está a punto de contar. Don Cristóbal es famoso no sólo en esa casa sino en muchas otras, en la plaza y en la cantina, por el sabor que le pone a un cuento. Con aires de histrión consumado, el delgado anciano toma el libro del trastero, lo aleja de sus ojos todo lo que le permiten sus largos brazos y, tras un breve carraspeo, comienza a contar. Sube y baja el volumen de la voz, alarga las palabras, las acentúa, las interpreta; cierra los ojos, aprieta el puño, deja caer la cabeza sobre el pecho. Las desventuras del perro fiel que acompaña a su ciego amo hasta una solitaria tumba de arrabal parecen más sórdidas bajo la luz desnutrida que esparce el foco de 60 watts. Con voz trémula, don Cristóbal pone fin a la tragedia y cierra cuidadosamente el libro. Se levanta y, antes de devolverlo a su sitio, le acaricia el lomo, pasando suavemente los dedos sobre las costuras desnudas y mugrosas. Sus movimientos son seguidos atentamente por su mujer, que le sonríe con los ojos. Esa noche, Fermín sueña al perro para poder consolarlo.

***
Tiene ocho años y sabe leer desde hace dos. Por eso Fermín no entiende por qué el libro ha amanecido dos entrepaños más arriba, fuera de su alcance. Las páginas amarillentas y disparejas lo tientan desde las alturas… Sobre todo porque sabe que lo que su abuelo contó anoche no ha salido de ahí. Jamás le dio vuelta a la hoja y sus dedos parecían ir y venir sobre un mismo renglón. Pero no se anima a preguntar nada porque en las dos semanas que ha pasado con ellos, ha aprendido que sus abuelos tienen una extraña manera de hacer las cosas.
En cuanto ve a su abuela salir hacia la milpa, Fermín sube a una silla y toma el libro con ansia. Es la primera vez que abre uno tan viejo. A su tacto, la tinta despierta, convertida en un seductor veneno que inunda sus poros. Pronto descubre que en esas páginas todo es diferente. No hay letras que formen palabras ni palabras que cuenten historias. Lo que hay son hombres y mujeres que lo miran descaradamente mostrándole partes de su cuerpo que le parecen remos o trampas para osos. Sabe que ha cruzado a un mundo prohibido y su instinto le avisa que debe salir de ahí. Pero ya es demasiado tarde. Sus ojos tropiezan con los zapatos lodosos de su abuela que ha vuelto. Sin saber qué esperar, Fermín alza la mirada. A su abuela le tiemblan los labios, pero no dice nada.
El niño cierra el libro con prisa y pesar. No sabía que hubiera libros que hicieran temblar a las abuelas y sudar a los niños. Está por devolverlo a su lugar cuando advierte que su abuelo está en el quicio de la puerta. Seguramente lo ha visto todo, pues no saluda como de costumbre. Sólo mira intensamente a su mujer, que ya tiene las manos hundidas en la masa sobre el metate. Cuando ella finalmente le devuelve la mirada, los dos sonríen.
—Fermín, pon la mesa. Ya vamos a comer –dice la abuela, mientras echa la primera tortilla sobre el comal.
Más tarde, don Cristóbal vuelve a sacar el libro del trastero. Lo abre al azar y comienza a hilvanar un cuento sobre una pobre costurera, aunque ya no es un secreto en qué se entretienen sus dedos sobre aquellas hojas vacías de palabras y llenas de deseos. La abuela cierra los ojos, imaginando quién sabe qué otra historia, porque a veces suspira y entreabre los labios. Con todas sus fuerzas, Fermín trata de no escuchar, mas descubre que sus oídos no se cierran. Ni su cabeza, pues a ella entran, sin su permiso, hombres y mujeres que lo hacen temblar un poco. Vencido, entrecierra los ojos como ve que hacen sus abuelos. Pero, a diferencia de ellos, aún no entiende que las mejores historias son las que se esconden en otras. Aún no sabe que las mejores palabras son las que, en realidad, dicen otra cosa…
Esa noche Fermín vuelve a soñar con el perro del cuento, pero esta vez es el noble animal quien viene a consolarlo a él.

Un viaje por comenzar

Las estaciones no son lugares de fiar. Todo mundo lo sabe. Sonia lo aprendió a los cuatro años, cuando, antes de dejarla a cargo de media docena de bolsas de mandado, todas más altas que ella, su madre la aterrorizó con un alud de advertencias sobre las oscuras intenciones de los hombres y mujeres que van de paso.
Ese vaguísimo recuerdo bastó para que, automáticamente, al escuchar las voces melosas e incomprensibles de las voceadoras de la central camionera, apretara su bolso contra sí. Con esa postura defensiva llegó hasta el mostrador de ADO; ahí, el filtro polarizador la hizo mirar su propio rostro, hosco y huraño. Divertida de esa versión de sí misma, intentó sonreír a la mujer anónima detrás del vidrio, pero sólo recibió a cambio un boleto y unos dedos que la conminaban a hacerse a un lado. Dudó unos instantes si debía ofenderse o no. Decidió que no. Esa estrategia no sólo le permitía salir bien librada de la epidemia de malhumor que azotaba a la ciudad, sino también la hacía sentirse un poco más grande. Inundada por ese secretísimo sentimiento de superioridad, caminó distraídamente hacia el andén de llegadas.
Por eso no la vio venir, pese a ser tan voluminosa y, ¿cómo decirlo?, estridente... Con torpeza, le echó encima sus bracitos regordetes, cortos y pegajosos. Sonia, momentos antes tan gran persona, se hizo pequeña en el atenazador abrazo de aquella anciana de piel y ropas brillosas. Con tanto estupor como incredulidad, se dio cuenta de que no era fácil zafarse de ese cariño y estuvo a punto de soltar un alarido.
—Abuelita, ¿qué te pasa? Suelta a la muchacha… ¿A poco creíste que era yo?
Al escuchar aquel llamado, con una agilidad de nuevo sorprendente, la anciana soltó a su presa para echarse sobre la nieta. Sonia, aliviada de saberse sólo víctima de una abuela miope y no de una “chinera” o algo peor, se alejó a toda prisa de la efusiva pareja, para quien ella ya no era más que una graciosa anécdota de viaje.
En la sala de salidas, una voz fingidamente amable le anunció que podía abordar el autobús que la alejaría de ahí a 80 kilómetros por hora. Tratando de ignorar el olor a desinfectante de la tapicería, se acomodó y cerró los ojos con la intención de fugarse aún más pronto de la ciudad. Sin embargo, el sueño se negaba a albergarla. Abrió los ojos con la certeza de que se encontraría con un tope, un muro, un policía marcándole el alto, algo o alguien concreto que le impidieran la fuga buscada. En cambio, sólo vio su propio cuerpo encogido contra la ventana, pese a estar vacío el asiento de al lado. Se estiró sólo por hacer algo y fue entonces cuando creyó ver sobre su suéter blanco la huella de dos manos a la altura de su cintura y cadera. Pensó en la abuela de la estación que, pese a su despiste, la había abrazado con sinceridad, clavándole sus dedos regordetes con un cariño sencillo, bienintencionado. Pero no, no eran aquellas las manos sudadas de la anciana. Eran el eco de un abrazo violento que no sabía que aún estaba tan fresco en la memoria de su piel.
No se atrevía a volver a enrollarse porque al hacerlo sus manos y aquellas otras que ahora evocaba podrían llegar a rozarse, despertando sensaciones que no eran bienvenidas hoy, cuando trataba de dejar todo atrás. Como una horda de limosneros atraídos por la moneda soltada al primero de ellos, las temidas sensaciones ya le jalaban la piel, le susurraban súplicas amenazantes, la miraban con ansia, envidia y, también, desprecio. Un involuntario sollozo se tropezó en su garganta, interrumpiendo de golpe un suspiro. Frustrar un suspiro tenía que ser el acto más antinatural, cruel e inútil, pensó.
Antinatural. Cruel. Inútil.
Recibió las duras palabras con serenidad. Conque ése era el mensaje que le traía el fantasma de esas manos. Cerró los ojos y, ahora sí, nada le impidió completar su fuga a un mundo abstracto de formas y movimientos sin sentido. Su sueño fue interrumpido por el chofer que anunciaba la primera escala del viaje en un pueblo cuyo nombre ella no alcanzó a reconocer. Unos cuantos pasajeros comenzaron a bajar, con el cabello desordenado y los ojos semiabiertos de aquellos que quieren regresar a dormir cuanto antes. Sin prisa ni dudas, ella tomó su bolso y los siguió.
En la estación sólo daban señales de vida unos cuantos taxistas que enseguida desaparecieron llevándose consigo a los recién llegados. En la sala quedaron a solas ella y ese silencioso vibrante que reina en los lugares ruidosos cuando se vacían. Las puertas, sin embargo, estaban abiertas de par en par y por ellas entraban el viento, el frío, el polvo y mucho más.
Sonia se sentó sobre su bolso, cruzó los brazos y simuló dormir. Su sueño fingido resultó una carnada natural para el puñado de hombres sin rostro que, como cada noche, llegaron para anidar ahí unas cuantas horas. Parias de la vida y –mucho antes que eso– del amor, estaban acostumbrados a tomar sólo migajas, por eso sus manos se posaron sobre aquel cuerpo falsamente abandonado con tiento, parsimonia, delicadeza, casi devoción.
Las oscuras intenciones de los que van de paso… Sonrió al comprobar la sabiduría de su madre. Y se estremeció al advertir que, en cuestiones de manos, el viaje de su cuerpo apenas estaba por comenzar.

Crepuscular


Jamás se olvide que, debajo de todo,
el hombre está desnudo.
Cesare Pavese


No recuerdo un otoño tan violento. Desde hace días, las calles están alfombradas de hojas muertas que crujen al paso de todos; su quejido es tan sonoro que me pregunto si no estamos caminando sobre los huesos quebradizos de una ciudad que se nos murió ya hace rato.
El maduro sol de las cinco de la tarde deja su huella en mis hombros descubiertos. Siento su tacto como el beso seguro de un señor de barba gris. Pero la caricia solar se evapora en cuanto desciendo por las escaleras del metro Balderas. El tufo a calcetín, pizza y humanidad cansada me inunda de manera casi intimidatoria.
Entre la ola de pasajeros que van de salida, destaca una mujer descarada. Ajena a la neurosis vespertina, se contonea sin prisa. Me parece vulgarmente fea, pero no puedo despegar los ojos de su rostro, pícaro y provocador como el de un niño peleonero. Sobrada de caderas y vientre, lleva un vestido de tela sintética, que marca claramente el contorno de sus enormes calzones. Sus piernas no conocen la tortura de la cera ni sus talones la discreción de una lima.
Todo eso me llena la cabeza en los escasos segundos que la tengo de frente, mientras ella sube y yo bajo. Está a punto de salir de mi radar cizañoso cuando toda mi evaluación queda desautorizada por un “mamacita” grave y rasposo que me (¿nos?) eriza la piel. Volteo tan discretamente como puedo para encontrarme con un hombre alto y regordete, quizá plomero o electricista, que le echa los ojos encima y ocupa los instantes que pasa a su lado para murmurarle promesas o exigencias. No logro saberlo con precisión porque la inercia de mi paso me ha alejado de ellos algunos escalones.
¿Qué le dijo? No resisto quedarme a media historia, así que redirijo velozmente mis pasos de regreso, disimulando un poco por si acaso alguien, a esa hora y en esa estación de transbordo, se percata de mis entrometidos movimientos.
Con el descaro que ya yo había diagnosticado y con algo muy parecido a la alegría, la mujer mece sus nalgas inmensas. Provocado, el hombre sacude imperceptiblemente la cabeza como un toro a punto de la embestida. Con ello, sus muchos kilos y sus imprecisos años parecen aligerarse. Está visto que hoy el otoño ha decidido sacudirlo todo.
Disfrutando el acoso, ella sube aún más lentamente. Aunque las fosas del plomero-electricista se inflaman como las de un animal excitado, logra tomarse con calma el sabroso aperitivo que es tener ese contoneo sólo para sí. Porque, conscientes o no del ritual de apareamiento que les resta espacio en la escalera, los demás transeúntes sencillamente se hacen a un lado. Yo sigo el cortejo a distancia, obligada a mantener la velocidad que me dicta la masa, pero con la mirada sobre la ceremonia.
Al salir a la superficie, ella se detiene. Cuando la alcanza, él no se quita el sombrero, ni se inclina para tomar su mano. No la aborda con una frase galante ni le obsequia una flor. La roza. Se coloca a su lado y, sencillamente, la roza. Luego se retira un poco como para ver el efecto de su toque. Ella no se cubre los labios con la mano, ni entorna los ojos ni lo mira con azoro. No. Se ríe, sin mirarlo a los ojos. Se deja ver, simplemente.
Desde el teléfono público más cercano, donde me he parapetado, no alcanzo a percibir un intercambio verbal entre ellos. Lo que él tenía que decir, lo ha dicho ya, con toda claridad. ¿Qué fue? Me intriga, sobre todo, cómo supo, en unos instantes, qué decir. Cuánto tiempo estuvo esa frase anidada en él, esperando una razón para levantar el dique. ¿Fue esa razón la melena peroxidada? ¿El olor a canela del chicle que le enrojece la lengua? Los pies de él, girados hacia dentro, parecen ser los de un hombre torpe, o cuando menos, tímido. Su chaleco de estambre gris contribuye a darle cierto aire ingenuo. En su mochila uno supone que hay cables o llaves de tuercas, pero no la resolución para hacerse de una mujer así como así.
De pronto, ella se dirige a cruzar la calle. El pesero al que le hace la parada indica un destino preciso, pero tanto ella como el hombre que, por supuesto, la ha seguido, han iniciado un viaje absolutamente imprevisible. En ese nuevo escenario, al fin se miran a los ojos. Se sientan juntos y se hablan; seguramente se ponen de acuerdo sobre el paso inmediato a seguir.
Mi incipiente vouyerismo acaba ahí. Me guardo los tres pesos del pasaje mientras bajo del estribo en reversa. Conozco la ruta. No hay en el camino un hotel de media estrella. Tendrán que bajarse y tomar otro camión, pienso. Pero si su primera parada es una lonchería con sinfonola, hay varias opciones…
Los últimos rayos de la tarde anaranjan la ciudad. No es hora de meterse al subterráneo. En lo que decido el rumbo a tomar, el radio del señor bolero nos obsequia a todos el resumen noticioso: “En Chihuahua, escasa posibilidad de precipitación… La DEA afirma que El Hummer es un hombre violento por naturaleza… Paloma entró a la provincia de Camagüey con la peligrosa categoría 3…”
¡Cuánta presunción, carajo! Quizá sólo basta que una melena de falsos rizos se le contonee a Chihuahua para que éste quiera precipitarse hasta el suelo. Y la violencia de El Hummer no ha de ser sino pura muina por no haber sabido decirle a una gorda sabrosa justo eso: “gorda sabrosa”. Y Paloma será mañana sólo un ímpetu que no supo o no quiso ser huracán.
El crepúsculo me muerde los hombros. Como siempre, no sé cómo responder a los guiños del destino. Como nunca, hoy estoy decidida a averiguarlo.