martes, 10 de marzo de 2009

Por las ramas


A G. Santander, que escribe poemas con frases como
"Camina no cualquier nalga/ Es una nalga que hundió reputaciones..."


Mi amigo G., que es gay, considera que, dada la superioridad numérica de las mujeres en el mundo y la nunca menguante población homofílica, la escasez de odas al cuerpo masculino es inexplicable, injusta e ingrata. Evoco una o dos anatomías memorables. Retazos de ellas, mejor dicho. Un muslo tibio. Un rojizo lunar púbico. Un pecho lampiño. Una barba de madrugada. Sí merecen, aun a la distancia, una o dos frases honrosas, cómo no. Después de todo, los dueños de un par de esos cuerpos se tomaron la molestia de descuartizarme para luego escribir de piernas, labios y sonrisas diagonales. ¿Será entonces que mi corazón destrozado no fue resultado de una crueldad calculada, sino meramente de un fallido ejercicio poético? Mi amiga S., tan sabia, me consolaba con una frase que vio citada en la papeleta de algún restaurante de franquicia: “las mujeres que no tienen suerte con los hombres, no saben la suerte que tienen”. Sí, pero de todos modos, creo que G. tiene razón y que hay un poema por escribir. El problema es que no soy mujer de versos. Me gusta imaginarme, más bien, como una mujer de giros. De giros de cumbia. Elocuencia no falta en los cuerpos movidos tropicalmente. L., el letárgico ex marido de S., le oyó decir a un consumado bailarín de danzón, que hay que desconfiar de la gente que no baila. Pienso en cuán confiada fui aquella vez en el Salón Veracruz, cuando dejé que los dedos índice y medio de T., taxista de oficio diurno, tahúr al meterse el sol, me enseñaran a bailar Nereidas. Él, con la mirada obstinadamente en lontananza, jamás me vio a los ojos mientras bailábamos. En cambio, M., en el fondo sólo un mamón, llegó a la conclusión de que yo no era de fiar porque, en vez de reconocerme en sus pupilas, preferí contemplarme en mi vestido rojo, mientras bailábamos en el restaurantito aquél, tan tapizado de espejos. No sé, quiero creer que de la gente que no baila no hay que desconfiar, sólo enseñarle un par de pasos. Ahora que si no aprende… Ahí está N., mi aniñada tía, que jamás ha logrado bajar a los pies la ligereza con que, cuando está tumbada en el sillón, se sueña, moviéndose, con guantes hasta el codo y una orquesta monumental al fondo. En cambio nuestro pariente O., oscila su cuerpo de oso con tal fuerza y determinación, que todas pasan por alto su falta de gracia y él jamás se ve relegado a la orilla de la pista. Lo mismo ocurre con A., la esposa de mi tío H., alhajita a quien una madrugada vi bailando en el Tropicana con otro señor, siguiendo una técnica mecánica, pero a todas luces eficiente. ¿Será que el tío confía en ella porque baila? Pensé en guardarle el secreto, pero terminé despepitándolo un par de semanas después, cuando con esa noticia le correspondí a mi prima P. el caudal de noticias con que me entretuvo en una larga sobremesa que de otro modo hubiera sido insoportable. En otro convivio, muy distinto pero igualmente dilatado, mi amigo E., recientemente tan enamoradizo, trataba de convencerme de que eso de “estar sentido” es un mexicanismo, un sentimiento incomprendido allende nuestras líneas divisorias. ¿Será? Lo consulto con Ch., una compañera de trabajo chapada a la antigua que colecciona agravios en la oficina, en su casa y, recientemente, en el Metrobús. Coincidimos en que debe tratarse de algo universal. Lo comprobaríamos si las garitas de salida de este país no quedaran tan fuera de la ruta del metrobús que me lleva a un museo de la colonia Tabacalera. Sólo por entretenerme en el viaje, trazo mis fronteras locales: al oriente, Congreso de la Unión; al norte, Cantera-Ticomán; el Periférico al sur y de una vez al poniente. Tierra adentro en esa cartografía, en otro día del calendario, camino por un camellón techado de jacarandas en flor con los esposos J. y V., tan complementarios. Ella siempre tan llena de altas convicciones. Tanto así que éstas comienzan a indigestarla, aunque ella cree que el aire malhumorado que de pronto nos intoxica tiene otro origen. Cuando los dejo, me quedo un rato imaginándolos en otras combinaciones: a J. tan justo y a V. tan volátil, emparejados con todos los aquí citados: la fugitiva esposa, la sabia exiliada, el insufrible catedrático, la furibunda autodidacta, el casi olvidado cancionero… Perdiendo así el tiempo es que el poema que reclama mi querido G. aún no encuentra su primera palabra…

1 comentario:

  1. Hola Luna:

    Éste está muy muy muy bueno. Te muestras como muy buena narradora, sin lugares comunes, con imágenes simples pero plásticas, por ejemplo: "jamás ha logrado bajar a los pies la ligereza con que, cuando está tumbada en el sillón, se sueña, moviéndose, con guantes hasta el codo y una orquesta monumental al fondo". Y este fragmento es sólo un ejemplo, pero todo el texto está lleno de imágenes bien logradas. Además, en verdad consigues que el lector te imagine frente a una hoja de papel, o una pantalla de computadora, divagando de lo lindo, llevando al espacio en blanco una idea tras otra en una asociación de lo más aleatoria, en una palabra, andando plenamente por las ramas. Me divertí, me gustó, me pescó para seguirlo leyendo.

    Y, bueno, voy a seguir bajando en la bitácora sin dejar de lado una cierta contradicción en estas lecturas (ojo, es una contradicción en la lectura, por lo tanto, es una contradicción del lector; el escritor no tiene responsabilidad en esa contradicción, ni obligación alguna). Va la contradicción: leo a sabiendas de que son textos originados en un taller literario y que, en alguna forma, jugaron también el papel de, digamos... cómo llamarlo... un cierto ejercicio de introspección, de confrontación del escritor consigo mismo (consigo misma, pues). Bueno, esto se contradice con el hecho de que lo que yo como lector espero encontrar es piezas literarias.

    Instantáneas me parecen más hojas de un diario personal que literatura; Por las ramas es un cuento excelente, aunque no haya sido ésa su intención primigenia. Seguiré leyendo y comentando también la resolución o no de mi contradicción.

    Besos

    Uli

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