viernes, 6 de febrero de 2009

Un niño un libro un perro


La siesta es el postre. Los rayos perpendiculares de la tarde y el rescoldo en el fogón crean en aquella pequeña cocina de adobe una tibia temperatura que invita al cabeceo. La abuela es la primera en caer, seguida por su marido, un hombre que al dormitar mueve el bigote como si soñara que es un gran orador. Fermín contempla largamente a aquellos viejos de rostro color berenjena y olor a tierra de encino. Les cuenta los surcos en el rostro, las pecas en las manos, los remiendos en la ropa y luego se cansa de contar.
De puntillas, alcanza los entrepaños del trastero en busca de un caramelo; su mano tropieza con un descarapelado pocillo lleno de monedas ya en desuso y una botella de aguardiente con un olote rojo a modo de tapón. A un lado, como un trasto más, descansa un libro viejo y despastado. Fermín está por tomarlo cuando una orden seca de su abuela lo detiene.
—Deja. Es el libro de don Cristóbal.
Don Cristóbal es el hombre de escasos cabellos entrecanos que sigue cabeceando en su silla. Después de 50 años juntos, ella siempre se refiere a él de ese modo: “Don Cristóbal”. Lo tutea, por supuesto, pero le dice: “Oye tú, don Cristóbal”.
Al escuchar su nombre, el abuelo se despereza, frotándose el bigote. Sin prisa, se pone el sombrero; toma la cubeta y el acocote. Aunque no es necesario, dice:
—Voime yo. Ya es hora de raspar.

***

—¿Sabes que los perros también se pueden morir de tristeza?
El niño mira intrigado a su abuela, que se levanta de la silla para empezar sus tareas vespertinas.
—Eso dice el libro de don Cristóbal. Le voy a decir que te lea un cuento al rato –le dice, con una voz extraña, temblorosa. Fermín voltea a verla, pero ella ya está en el patio.

***

El olor a toronjil inunda la cocina. Fermín tiene frente a sí un pan con cajeta, pero lo que saborea de antemano es la historia que su abuelo está a punto de contar. Don Cristóbal es famoso no sólo en esa casa sino en muchas otras, en la plaza y en la cantina, por el sabor que le pone a un cuento. Con aires de histrión consumado, el delgado anciano toma el libro del trastero, lo aleja de sus ojos todo lo que le permiten sus largos brazos y, tras un breve carraspeo, comienza a contar. Sube y baja el volumen de la voz, alarga las palabras, las acentúa, las interpreta; cierra los ojos, aprieta el puño, deja caer la cabeza sobre el pecho. Las desventuras del perro fiel que acompaña a su ciego amo hasta una solitaria tumba de arrabal parecen más sórdidas bajo la luz desnutrida que esparce el foco de 60 watts. Con voz trémula, don Cristóbal pone fin a la tragedia y cierra cuidadosamente el libro. Se levanta y, antes de devolverlo a su sitio, le acaricia el lomo, pasando suavemente los dedos sobre las costuras desnudas y mugrosas. Sus movimientos son seguidos atentamente por su mujer, que le sonríe con los ojos. Esa noche, Fermín sueña al perro para poder consolarlo.

***
Tiene ocho años y sabe leer desde hace dos. Por eso Fermín no entiende por qué el libro ha amanecido dos entrepaños más arriba, fuera de su alcance. Las páginas amarillentas y disparejas lo tientan desde las alturas… Sobre todo porque sabe que lo que su abuelo contó anoche no ha salido de ahí. Jamás le dio vuelta a la hoja y sus dedos parecían ir y venir sobre un mismo renglón. Pero no se anima a preguntar nada porque en las dos semanas que ha pasado con ellos, ha aprendido que sus abuelos tienen una extraña manera de hacer las cosas.
En cuanto ve a su abuela salir hacia la milpa, Fermín sube a una silla y toma el libro con ansia. Es la primera vez que abre uno tan viejo. A su tacto, la tinta despierta, convertida en un seductor veneno que inunda sus poros. Pronto descubre que en esas páginas todo es diferente. No hay letras que formen palabras ni palabras que cuenten historias. Lo que hay son hombres y mujeres que lo miran descaradamente mostrándole partes de su cuerpo que le parecen remos o trampas para osos. Sabe que ha cruzado a un mundo prohibido y su instinto le avisa que debe salir de ahí. Pero ya es demasiado tarde. Sus ojos tropiezan con los zapatos lodosos de su abuela que ha vuelto. Sin saber qué esperar, Fermín alza la mirada. A su abuela le tiemblan los labios, pero no dice nada.
El niño cierra el libro con prisa y pesar. No sabía que hubiera libros que hicieran temblar a las abuelas y sudar a los niños. Está por devolverlo a su lugar cuando advierte que su abuelo está en el quicio de la puerta. Seguramente lo ha visto todo, pues no saluda como de costumbre. Sólo mira intensamente a su mujer, que ya tiene las manos hundidas en la masa sobre el metate. Cuando ella finalmente le devuelve la mirada, los dos sonríen.
—Fermín, pon la mesa. Ya vamos a comer –dice la abuela, mientras echa la primera tortilla sobre el comal.
Más tarde, don Cristóbal vuelve a sacar el libro del trastero. Lo abre al azar y comienza a hilvanar un cuento sobre una pobre costurera, aunque ya no es un secreto en qué se entretienen sus dedos sobre aquellas hojas vacías de palabras y llenas de deseos. La abuela cierra los ojos, imaginando quién sabe qué otra historia, porque a veces suspira y entreabre los labios. Con todas sus fuerzas, Fermín trata de no escuchar, mas descubre que sus oídos no se cierran. Ni su cabeza, pues a ella entran, sin su permiso, hombres y mujeres que lo hacen temblar un poco. Vencido, entrecierra los ojos como ve que hacen sus abuelos. Pero, a diferencia de ellos, aún no entiende que las mejores historias son las que se esconden en otras. Aún no sabe que las mejores palabras son las que, en realidad, dicen otra cosa…
Esa noche Fermín vuelve a soñar con el perro del cuento, pero esta vez es el noble animal quien viene a consolarlo a él.

Un viaje por comenzar

Las estaciones no son lugares de fiar. Todo mundo lo sabe. Sonia lo aprendió a los cuatro años, cuando, antes de dejarla a cargo de media docena de bolsas de mandado, todas más altas que ella, su madre la aterrorizó con un alud de advertencias sobre las oscuras intenciones de los hombres y mujeres que van de paso.
Ese vaguísimo recuerdo bastó para que, automáticamente, al escuchar las voces melosas e incomprensibles de las voceadoras de la central camionera, apretara su bolso contra sí. Con esa postura defensiva llegó hasta el mostrador de ADO; ahí, el filtro polarizador la hizo mirar su propio rostro, hosco y huraño. Divertida de esa versión de sí misma, intentó sonreír a la mujer anónima detrás del vidrio, pero sólo recibió a cambio un boleto y unos dedos que la conminaban a hacerse a un lado. Dudó unos instantes si debía ofenderse o no. Decidió que no. Esa estrategia no sólo le permitía salir bien librada de la epidemia de malhumor que azotaba a la ciudad, sino también la hacía sentirse un poco más grande. Inundada por ese secretísimo sentimiento de superioridad, caminó distraídamente hacia el andén de llegadas.
Por eso no la vio venir, pese a ser tan voluminosa y, ¿cómo decirlo?, estridente... Con torpeza, le echó encima sus bracitos regordetes, cortos y pegajosos. Sonia, momentos antes tan gran persona, se hizo pequeña en el atenazador abrazo de aquella anciana de piel y ropas brillosas. Con tanto estupor como incredulidad, se dio cuenta de que no era fácil zafarse de ese cariño y estuvo a punto de soltar un alarido.
—Abuelita, ¿qué te pasa? Suelta a la muchacha… ¿A poco creíste que era yo?
Al escuchar aquel llamado, con una agilidad de nuevo sorprendente, la anciana soltó a su presa para echarse sobre la nieta. Sonia, aliviada de saberse sólo víctima de una abuela miope y no de una “chinera” o algo peor, se alejó a toda prisa de la efusiva pareja, para quien ella ya no era más que una graciosa anécdota de viaje.
En la sala de salidas, una voz fingidamente amable le anunció que podía abordar el autobús que la alejaría de ahí a 80 kilómetros por hora. Tratando de ignorar el olor a desinfectante de la tapicería, se acomodó y cerró los ojos con la intención de fugarse aún más pronto de la ciudad. Sin embargo, el sueño se negaba a albergarla. Abrió los ojos con la certeza de que se encontraría con un tope, un muro, un policía marcándole el alto, algo o alguien concreto que le impidieran la fuga buscada. En cambio, sólo vio su propio cuerpo encogido contra la ventana, pese a estar vacío el asiento de al lado. Se estiró sólo por hacer algo y fue entonces cuando creyó ver sobre su suéter blanco la huella de dos manos a la altura de su cintura y cadera. Pensó en la abuela de la estación que, pese a su despiste, la había abrazado con sinceridad, clavándole sus dedos regordetes con un cariño sencillo, bienintencionado. Pero no, no eran aquellas las manos sudadas de la anciana. Eran el eco de un abrazo violento que no sabía que aún estaba tan fresco en la memoria de su piel.
No se atrevía a volver a enrollarse porque al hacerlo sus manos y aquellas otras que ahora evocaba podrían llegar a rozarse, despertando sensaciones que no eran bienvenidas hoy, cuando trataba de dejar todo atrás. Como una horda de limosneros atraídos por la moneda soltada al primero de ellos, las temidas sensaciones ya le jalaban la piel, le susurraban súplicas amenazantes, la miraban con ansia, envidia y, también, desprecio. Un involuntario sollozo se tropezó en su garganta, interrumpiendo de golpe un suspiro. Frustrar un suspiro tenía que ser el acto más antinatural, cruel e inútil, pensó.
Antinatural. Cruel. Inútil.
Recibió las duras palabras con serenidad. Conque ése era el mensaje que le traía el fantasma de esas manos. Cerró los ojos y, ahora sí, nada le impidió completar su fuga a un mundo abstracto de formas y movimientos sin sentido. Su sueño fue interrumpido por el chofer que anunciaba la primera escala del viaje en un pueblo cuyo nombre ella no alcanzó a reconocer. Unos cuantos pasajeros comenzaron a bajar, con el cabello desordenado y los ojos semiabiertos de aquellos que quieren regresar a dormir cuanto antes. Sin prisa ni dudas, ella tomó su bolso y los siguió.
En la estación sólo daban señales de vida unos cuantos taxistas que enseguida desaparecieron llevándose consigo a los recién llegados. En la sala quedaron a solas ella y ese silencioso vibrante que reina en los lugares ruidosos cuando se vacían. Las puertas, sin embargo, estaban abiertas de par en par y por ellas entraban el viento, el frío, el polvo y mucho más.
Sonia se sentó sobre su bolso, cruzó los brazos y simuló dormir. Su sueño fingido resultó una carnada natural para el puñado de hombres sin rostro que, como cada noche, llegaron para anidar ahí unas cuantas horas. Parias de la vida y –mucho antes que eso– del amor, estaban acostumbrados a tomar sólo migajas, por eso sus manos se posaron sobre aquel cuerpo falsamente abandonado con tiento, parsimonia, delicadeza, casi devoción.
Las oscuras intenciones de los que van de paso… Sonrió al comprobar la sabiduría de su madre. Y se estremeció al advertir que, en cuestiones de manos, el viaje de su cuerpo apenas estaba por comenzar.

Crepuscular


Jamás se olvide que, debajo de todo,
el hombre está desnudo.
Cesare Pavese


No recuerdo un otoño tan violento. Desde hace días, las calles están alfombradas de hojas muertas que crujen al paso de todos; su quejido es tan sonoro que me pregunto si no estamos caminando sobre los huesos quebradizos de una ciudad que se nos murió ya hace rato.
El maduro sol de las cinco de la tarde deja su huella en mis hombros descubiertos. Siento su tacto como el beso seguro de un señor de barba gris. Pero la caricia solar se evapora en cuanto desciendo por las escaleras del metro Balderas. El tufo a calcetín, pizza y humanidad cansada me inunda de manera casi intimidatoria.
Entre la ola de pasajeros que van de salida, destaca una mujer descarada. Ajena a la neurosis vespertina, se contonea sin prisa. Me parece vulgarmente fea, pero no puedo despegar los ojos de su rostro, pícaro y provocador como el de un niño peleonero. Sobrada de caderas y vientre, lleva un vestido de tela sintética, que marca claramente el contorno de sus enormes calzones. Sus piernas no conocen la tortura de la cera ni sus talones la discreción de una lima.
Todo eso me llena la cabeza en los escasos segundos que la tengo de frente, mientras ella sube y yo bajo. Está a punto de salir de mi radar cizañoso cuando toda mi evaluación queda desautorizada por un “mamacita” grave y rasposo que me (¿nos?) eriza la piel. Volteo tan discretamente como puedo para encontrarme con un hombre alto y regordete, quizá plomero o electricista, que le echa los ojos encima y ocupa los instantes que pasa a su lado para murmurarle promesas o exigencias. No logro saberlo con precisión porque la inercia de mi paso me ha alejado de ellos algunos escalones.
¿Qué le dijo? No resisto quedarme a media historia, así que redirijo velozmente mis pasos de regreso, disimulando un poco por si acaso alguien, a esa hora y en esa estación de transbordo, se percata de mis entrometidos movimientos.
Con el descaro que ya yo había diagnosticado y con algo muy parecido a la alegría, la mujer mece sus nalgas inmensas. Provocado, el hombre sacude imperceptiblemente la cabeza como un toro a punto de la embestida. Con ello, sus muchos kilos y sus imprecisos años parecen aligerarse. Está visto que hoy el otoño ha decidido sacudirlo todo.
Disfrutando el acoso, ella sube aún más lentamente. Aunque las fosas del plomero-electricista se inflaman como las de un animal excitado, logra tomarse con calma el sabroso aperitivo que es tener ese contoneo sólo para sí. Porque, conscientes o no del ritual de apareamiento que les resta espacio en la escalera, los demás transeúntes sencillamente se hacen a un lado. Yo sigo el cortejo a distancia, obligada a mantener la velocidad que me dicta la masa, pero con la mirada sobre la ceremonia.
Al salir a la superficie, ella se detiene. Cuando la alcanza, él no se quita el sombrero, ni se inclina para tomar su mano. No la aborda con una frase galante ni le obsequia una flor. La roza. Se coloca a su lado y, sencillamente, la roza. Luego se retira un poco como para ver el efecto de su toque. Ella no se cubre los labios con la mano, ni entorna los ojos ni lo mira con azoro. No. Se ríe, sin mirarlo a los ojos. Se deja ver, simplemente.
Desde el teléfono público más cercano, donde me he parapetado, no alcanzo a percibir un intercambio verbal entre ellos. Lo que él tenía que decir, lo ha dicho ya, con toda claridad. ¿Qué fue? Me intriga, sobre todo, cómo supo, en unos instantes, qué decir. Cuánto tiempo estuvo esa frase anidada en él, esperando una razón para levantar el dique. ¿Fue esa razón la melena peroxidada? ¿El olor a canela del chicle que le enrojece la lengua? Los pies de él, girados hacia dentro, parecen ser los de un hombre torpe, o cuando menos, tímido. Su chaleco de estambre gris contribuye a darle cierto aire ingenuo. En su mochila uno supone que hay cables o llaves de tuercas, pero no la resolución para hacerse de una mujer así como así.
De pronto, ella se dirige a cruzar la calle. El pesero al que le hace la parada indica un destino preciso, pero tanto ella como el hombre que, por supuesto, la ha seguido, han iniciado un viaje absolutamente imprevisible. En ese nuevo escenario, al fin se miran a los ojos. Se sientan juntos y se hablan; seguramente se ponen de acuerdo sobre el paso inmediato a seguir.
Mi incipiente vouyerismo acaba ahí. Me guardo los tres pesos del pasaje mientras bajo del estribo en reversa. Conozco la ruta. No hay en el camino un hotel de media estrella. Tendrán que bajarse y tomar otro camión, pienso. Pero si su primera parada es una lonchería con sinfonola, hay varias opciones…
Los últimos rayos de la tarde anaranjan la ciudad. No es hora de meterse al subterráneo. En lo que decido el rumbo a tomar, el radio del señor bolero nos obsequia a todos el resumen noticioso: “En Chihuahua, escasa posibilidad de precipitación… La DEA afirma que El Hummer es un hombre violento por naturaleza… Paloma entró a la provincia de Camagüey con la peligrosa categoría 3…”
¡Cuánta presunción, carajo! Quizá sólo basta que una melena de falsos rizos se le contonee a Chihuahua para que éste quiera precipitarse hasta el suelo. Y la violencia de El Hummer no ha de ser sino pura muina por no haber sabido decirle a una gorda sabrosa justo eso: “gorda sabrosa”. Y Paloma será mañana sólo un ímpetu que no supo o no quiso ser huracán.
El crepúsculo me muerde los hombros. Como siempre, no sé cómo responder a los guiños del destino. Como nunca, hoy estoy decidida a averiguarlo.