viernes, 6 de febrero de 2009

Crepuscular


Jamás se olvide que, debajo de todo,
el hombre está desnudo.
Cesare Pavese


No recuerdo un otoño tan violento. Desde hace días, las calles están alfombradas de hojas muertas que crujen al paso de todos; su quejido es tan sonoro que me pregunto si no estamos caminando sobre los huesos quebradizos de una ciudad que se nos murió ya hace rato.
El maduro sol de las cinco de la tarde deja su huella en mis hombros descubiertos. Siento su tacto como el beso seguro de un señor de barba gris. Pero la caricia solar se evapora en cuanto desciendo por las escaleras del metro Balderas. El tufo a calcetín, pizza y humanidad cansada me inunda de manera casi intimidatoria.
Entre la ola de pasajeros que van de salida, destaca una mujer descarada. Ajena a la neurosis vespertina, se contonea sin prisa. Me parece vulgarmente fea, pero no puedo despegar los ojos de su rostro, pícaro y provocador como el de un niño peleonero. Sobrada de caderas y vientre, lleva un vestido de tela sintética, que marca claramente el contorno de sus enormes calzones. Sus piernas no conocen la tortura de la cera ni sus talones la discreción de una lima.
Todo eso me llena la cabeza en los escasos segundos que la tengo de frente, mientras ella sube y yo bajo. Está a punto de salir de mi radar cizañoso cuando toda mi evaluación queda desautorizada por un “mamacita” grave y rasposo que me (¿nos?) eriza la piel. Volteo tan discretamente como puedo para encontrarme con un hombre alto y regordete, quizá plomero o electricista, que le echa los ojos encima y ocupa los instantes que pasa a su lado para murmurarle promesas o exigencias. No logro saberlo con precisión porque la inercia de mi paso me ha alejado de ellos algunos escalones.
¿Qué le dijo? No resisto quedarme a media historia, así que redirijo velozmente mis pasos de regreso, disimulando un poco por si acaso alguien, a esa hora y en esa estación de transbordo, se percata de mis entrometidos movimientos.
Con el descaro que ya yo había diagnosticado y con algo muy parecido a la alegría, la mujer mece sus nalgas inmensas. Provocado, el hombre sacude imperceptiblemente la cabeza como un toro a punto de la embestida. Con ello, sus muchos kilos y sus imprecisos años parecen aligerarse. Está visto que hoy el otoño ha decidido sacudirlo todo.
Disfrutando el acoso, ella sube aún más lentamente. Aunque las fosas del plomero-electricista se inflaman como las de un animal excitado, logra tomarse con calma el sabroso aperitivo que es tener ese contoneo sólo para sí. Porque, conscientes o no del ritual de apareamiento que les resta espacio en la escalera, los demás transeúntes sencillamente se hacen a un lado. Yo sigo el cortejo a distancia, obligada a mantener la velocidad que me dicta la masa, pero con la mirada sobre la ceremonia.
Al salir a la superficie, ella se detiene. Cuando la alcanza, él no se quita el sombrero, ni se inclina para tomar su mano. No la aborda con una frase galante ni le obsequia una flor. La roza. Se coloca a su lado y, sencillamente, la roza. Luego se retira un poco como para ver el efecto de su toque. Ella no se cubre los labios con la mano, ni entorna los ojos ni lo mira con azoro. No. Se ríe, sin mirarlo a los ojos. Se deja ver, simplemente.
Desde el teléfono público más cercano, donde me he parapetado, no alcanzo a percibir un intercambio verbal entre ellos. Lo que él tenía que decir, lo ha dicho ya, con toda claridad. ¿Qué fue? Me intriga, sobre todo, cómo supo, en unos instantes, qué decir. Cuánto tiempo estuvo esa frase anidada en él, esperando una razón para levantar el dique. ¿Fue esa razón la melena peroxidada? ¿El olor a canela del chicle que le enrojece la lengua? Los pies de él, girados hacia dentro, parecen ser los de un hombre torpe, o cuando menos, tímido. Su chaleco de estambre gris contribuye a darle cierto aire ingenuo. En su mochila uno supone que hay cables o llaves de tuercas, pero no la resolución para hacerse de una mujer así como así.
De pronto, ella se dirige a cruzar la calle. El pesero al que le hace la parada indica un destino preciso, pero tanto ella como el hombre que, por supuesto, la ha seguido, han iniciado un viaje absolutamente imprevisible. En ese nuevo escenario, al fin se miran a los ojos. Se sientan juntos y se hablan; seguramente se ponen de acuerdo sobre el paso inmediato a seguir.
Mi incipiente vouyerismo acaba ahí. Me guardo los tres pesos del pasaje mientras bajo del estribo en reversa. Conozco la ruta. No hay en el camino un hotel de media estrella. Tendrán que bajarse y tomar otro camión, pienso. Pero si su primera parada es una lonchería con sinfonola, hay varias opciones…
Los últimos rayos de la tarde anaranjan la ciudad. No es hora de meterse al subterráneo. En lo que decido el rumbo a tomar, el radio del señor bolero nos obsequia a todos el resumen noticioso: “En Chihuahua, escasa posibilidad de precipitación… La DEA afirma que El Hummer es un hombre violento por naturaleza… Paloma entró a la provincia de Camagüey con la peligrosa categoría 3…”
¡Cuánta presunción, carajo! Quizá sólo basta que una melena de falsos rizos se le contonee a Chihuahua para que éste quiera precipitarse hasta el suelo. Y la violencia de El Hummer no ha de ser sino pura muina por no haber sabido decirle a una gorda sabrosa justo eso: “gorda sabrosa”. Y Paloma será mañana sólo un ímpetu que no supo o no quiso ser huracán.
El crepúsculo me muerde los hombros. Como siempre, no sé cómo responder a los guiños del destino. Como nunca, hoy estoy decidida a averiguarlo.

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