miércoles, 31 de marzo de 2010

Ciudad Azteca

Cerro Gordo no es la Glorieta de Insurgentes, donde es claro a dónde apunta el norte y hacia dónde mira el sur. Cerro Gordo se alza, sin veleta, a un costado de la Vía Morelos, revestido de tabiques y postes de luz. Aunque la escueta instrucción era dar vuelta a la derecha ahí, en Cerro Gordo, no quise girar en la única calle que encontré en ese sentido, discriminándola por angosta y modesta. Decisión que me llevó a recorrer por varios minuto las entrañas del laberinto industrial de Santa María Tulpetlac.
Y así, por recovecos, entré a Ciudad Azteca, la de pomposo nombre. Donde la nomenclatura de las calles honra a Tlatelolco, Acolman y otras urbes del glorioso pasado mexica, pero donde la civilización se secó con el último lago. A la mitad de una calle secundaria, el paso estaba bloqueado por un grueso cable de acero del que colgaban, como dijes, una docena de botellas de plástico aplastadas. El adefesio estaba asegurado a un árbol y a un poste, con un candado enorme para el que yo no tenía llave. Entonces confirmé lo que había sospechado al encumbrar en Indios Verdes: en esa tierra sin ley, era forastera.

***

—¡Ah, llegaste! No creí que fueras a venir.
Doña Lola, la mujer regordeta que ese sábado festejaba 35 años de matrimonio con don Cuco, es una tía más bien lejana. A media semana me había llamado para hacerme la invitación, subrayando el hecho de que, pese a mis reincidentes desaires, siempre me tomaba en cuenta a la hora de enlistar los invitados a las numerosas bodas y bautizos que celebraba su clan.
—Pues aquí estoy —dije, entregándole una caja que tal vez tenía chocolates. (En realidad la elegí porque me gustó su envoltura neutra.)
Pese a ser la festejada, doña Lola llevaba puesto un mandil tipo bata. Su marido tampoco estaba vestido “para la ocasión”, como se dice. Mientras era conducida atentamente hasta la mesa, lamenté el esfuerzo de ponerme pestañas postizas.
—Nosotros ya comimos, pero siéntate. Te voy a servir, todavía está caliente.
No era el banquete que había querido imaginar como señuelo durante los 45 minutos que me tomó pasar de Insurgentes Norte a la Vía Morelos. Debajo de un grueso plástico transparente, el mantel blanco se resignaba a perder otra oportunidad de lucir su filigrana. En cambio, sobre la mesa, en un plato desechable, por enésima vez, hizo su aparición el trío infalible: arroz rojo, mole y frijoles.
La anfitriona puso en la mesa una servilleta con al menos una docena de tortillas recalentadas. Y se mantuvo de pie a mi lado, como si esperara algo. Su sonrisa, como de santa tonta, se quedó con ella. Cuando di el primer bocado se me ocurrió que era un cumplido lo que buscaba. Resentida por el viaje tortuoso, las pestañas inútiles y las agruras que arribarían en cualquier momento, guardé silencio.
—¿Y qué cuentas…?
La miré sin dejar de masticar calmadamente un trozo de pechuga. ¿Por qué me quiere aquí? Jamás la llamo, no sé cómo se llaman sus nietos y, hasta donde recuerdo, nunca me he despedido con aquello de "a ver qué día vas a la casa".
—¿Cómo están tus hermanas?
Tragado el bocado, ya no tenía pretexto para evitar la plática y, como si el plato limpio vacío fuera la señal que esperaba, doña Lola se sentó a la mesa. Su marido y los otros (sus hijos, nueras y nietos) andaban por la casa como un sábado cualquiera. Yo tenía su atención exclusiva. ¿De qué hablar con ella? ¿De mi monotema de los días recientes, mi detestable nuevo jefe? No, eso ya hasta a mí me aburría. Ya está, la última locura de mi vecina: nunca falla.
—Una porra para la cincoañera: ¡Yamili!… Vamos, todos: chiquitum a la bim bom ba…
Precedida por unas mañanitas estridentes, pero por fortuna breves, la porra inundó el patio. Padres amorosísimos, al parecer, los de Yamili estaban echando la casa por la ventana, literalmente. El festejo infantil se coló hasta la sala de mis tíos lejanos, donde los nietos de la casa se reunieron para bailar el repertorio de Lagrimita y Castel que tan nítidamente se escuchaba, cortesía del amplificador de un compadre del vecino.
—Eso, mija, eso. Mueve la cadera, eso.
—Y Joshua-Jonathan baila… ¡así!
Aunque aliviada porque la distracción me había librado de la plática, el aburrimiento vino solícitamente a mi encuentro. Para distraerlo un poco, hice el inventario: dos padres, cuatro hijos, cuatro nueras, tres nietas, dos nietos. En las paredes, dos títulos de auxiliar contable, tres fotos de boda y un póster de 15 pesos: “Un buen hijo es…”
Cuando Pepe, el mayor de los hijos, se levantó a atender el timbre y, de paso, cerrar la puerta que daba al patio, sus cuñadas aprovecharon para apoltronarse junto a mí en un sillón que era largo, mas no infinito. Quedé clavada en una esquina, forzada a mirar sólo de frente, pues cualquier movimiento giratorio me obligaría a salir botada del asiento. Sólo pude saludar a los recién llegados porque se colocaron, de pie, frente a nosotras. Las sillas del comedor ya estaban todas ocupadas por los de la casa.
Con que, después de todo, no era la única invitada. Vaya, menos mal. La única quizá no, pero aún la más solicitada. Aprovechando que la puerta puso a raya el barullo de la fiesta de al lado, la tía retomó el hilo:
—Pero no nos has contado, ¿qué has hecho?
—No mucho. Acabo de salir de vacaciones con mi hermana.
—¿A dónde? A Acapulco, seguro —aventuró la tía, sin mucha imaginación, como de costumbre.
—No, a Huatulco.
En mi punto ciego, en la esquina opuesta del sillón, se había aposentado uno de los recién llegados. Desde ahí llegó una frase desdeñosa.
—Has de ganar muy bien.
—No... tarjetazo ¬¬–me sentí compelida a explicar.
—Pero, como dicen, lo bailado, quién te lo quita —intervino doña Lola, de nuevo previsible. (“¿Qué haré el sábado? Arroz rojo, mole y frijoles”, la imaginé pensando esa mañana.)
—Ajá.
Siguió una breve pausa, algo incómoda. Se rompió cuando el nieto más grande sacó unas cuantas risas al simular que tocaba un solo de batería.
—De niñas, mis amigas y yo jugábamos a ser guitarristas con la raqueta de tenis —dije, sólo por decir.
—El tenis es un juego de ricos –replicó la voz oscura.
En realidad era de racquetball. Y como sólo teníamos dos, la escoba y el trapeador también estaban en la alineación de la banda. Pero no me dio la gana compartir mis recuerdos con el desconocido.
Los anfitriones decidieron entonces que era buen momento de rellenar los vasos. Ella servía de un cilindro de litro y medio el refresco de toronja, él llevaba una caguama –“ahora 25% gratis”– en la mano.
—¿Cervecita?
—No, gracias. Me da sueño y tengo que manejar de regreso.
—Ay, sí. Tengo carro…
Ya era hora de encarar al impertinente. Una gorra-emblema (“100% chingón”) ocultaba los ojos pero dejaba asomar un rostro abotagado, unas greñas grises y un bigote bicolor. ¡El tío Genaro! Un rudo legendario. La oveja negra de la familia (lejana, cabe insistir). Un malandrín a quien quince años en el penal de Barrientos no habían logrado domar del todo, evidentemente.
—¿Qué? ¿Soy o me parezco?
Busqué con la mirada a los de la casa:
—¿El baño?
Mientras me lavaba las manos, recordé a los réferis de aquel domingo que fui a la lucha libre con Paco y su familia. Vendidos, permitieron que dos le pegaran a uno, que uno diera un golpe bajo a otro, aceleraron o retardaron el conteo, según quien fuera el verdugo y hasta acomodaron a un caído para que mejor le pegaran los de pie. Entonces supe cómo iba a terminar ese sábado.
Con calma, me despedí de mi rostro aún sereno: quién sabe cuándo volvería a verlo. ¿Cuánto pedirían por mi libertad? ¿Lo suficiente para cobrarse diez años de cárcel? ¿Quién haría la llamada a mi hermana? ¿Me alimentarían con guisos preparados por doña Lola? ¿Me guardarían en esa casa o en alguna otra de la indómita Ciudad Azteca, a donde acudí reacia, pero voluntariamente, a ofrecerme al sacrificio, un día sábado a mediodía?
Afuera, los niños fueron enviados a dejarle un regalito a Yamili, la vecinita.
—Quédense al pastel —los instruyó su abuela, sonriendo bonachonamente, como siempre.

martes, 30 de marzo de 2010

Las locas




A M., por la historia que duró un abril.

¿Quién se desnuda en pleno invierno? "¡Sólo un loco!", dirían las enjutas mujeres que asisten a misa de ocho. Lo dirían si miraran hacia arriba alguna mañana. Pero no lo hacen. Prudentes como son, salen de casa bien cobijadas y caminan con la mirada en el suelo para evitar tropezones. Lo cierto es que en esos días helados, los jardines, los camellones y algunas de las mejores calles de la ciudad son manicomios vegetales. Los troncos llevan encima lo que parecen ser racimos de uvas, pero sin uvas. Darían pena si alguien tuviera con qué compadecerse, pero diciembre es tiempo de llevar al corazón de compras. Sólo un sombrerero samaritano –inglés, en realidad, a juzgar por la calidad de su oficio– se apiada de la desnudez de esas frondas. Con materiales de temporada –esferas rotas, escarchas marchitas, ensalada de betabel– confecciona en apenas unas semanas miles de sombreros morados. Los que antes fueron locos por su indigencia, ahora lo son por su extravagancia. Tocados de fiesta, se sacuden jactanciosa y primaveralmente. Más inclinados al borlote que a la compasión, los habitantes de la ciudad ahora sí se atreven no sólo a mirar la locura, sino a festejarla, a chulearla, a anunciarla a toda voz. "¿Ya vieron qué hermosas, las jacarandas?" Están en bocas y en ojos de todos. Ahora sí. Conmovidas por la inconstante naturaleza humana, las locas –ah, sí, son locas, no locos– se dan al llanto. No es que no quieran ser miradas; lo que rehúyen es el sentimiento de abandono que traerá consigo el inevitable tedio. Han cobijado suficientes historias de amor para saber que el hastío inexorablemente vendrá. También lloran su ridiculez. "Ya no estamos para estos desfiguros", dicen las más viejas, olvidando por un momento su precariedad invernal y deseando ser simplemente verdes –verde tierno–, como sus discretos vecinos. Lloran poco a poco lágrimas moradas, aceitosas y pegajosas que no tardan en hacerse alfombra. Poco antes de que la clorofila las reconcilie piadosamente con el anonimato, ríos lilas corren silenciosa y hermosamente por los jardines, los camellones y algunas de las mejores calles de la ciudad...

lunes, 4 de mayo de 2009

Luz de azahar


A La Pitaya

Todo el mundo le dice que nació con buena estrella, pero ella sabe que la mejor manera de decirlo es “con buena luz”. La luna estaba preciosa cuando doña Clara, su mamá, quiso hacerse un ramito de azahares para poner bajo su almohada. Como llevaba ya varios días con el mismo capricho, el pobre naranjo que se alzaba a medio patio estaba más pelón que un guaje. Así pues, la redonda, llena, plena mujer fue agarrando rumbo por el cafetal de Sebastián Trejo, que había marcado su colindancia con una hilera no muy derecha de naranjos.
Y fue, ahí, al alzar la mano para cortar las flores, que comenzó con los apuros. “¡Ora sí!”, nomás dijo. Se quedó quietecita y lloró un poquito. “¡Ora sí!”, repitió al calcular que faltaban varias horas para que regresaran los que se habían ido a fandanguear a casa de doña Lola. Entre ellos estaba Ambrosio, su marido, un hombre bueno y trabajador que tenía una sola debilidad: la pachanga.
—Ve, hombre, ve— le dijo Clara, sabiendo que su ofrecimiento de quedarse a acompañarla le dejaba el antojo atravesado. Para convencerlo inventó que quería pasar una noche sin sus ronquidos.
—Ah, bueno, si es por hacerte un bien, me voy tranquilo— respondió aliviado Ambrosio mientras doblaba muy bien el pañuelo que horas más tarde iba a quedar totalmente empapado de un gusto bien cumplido.
En realidad, la mujer quería disfrutar en el silencio que prometía la ausencia de todos sus escandalosos parientes sus últimos momentos a solas con su niña. Porque ella siempre estuvo segura de lo que venía cargando desde tantos meses atrás.
De eso se acordó mientras agarraba aire bajo el naranjo. El aroma de los azahares se le metió en todo el cuerpo, tranquilizándola. “Orita soy el mundo entero de mija —pensó, dejándose deslizar sobre el árbol—; lo que respiro, respira; lo que temo, teme; lo que soy, es”.
En eso nació Luz. La madre la tomó entre sus dedos y pensó en su cuerpo como un naranjo y en su hija como un azahar. Absorta en contemplarla, no advirtió que no hubo llanto y apenas dolor. Perdida en los ojos minúsculos de la recién llegada, vio una luna pequeñita y entonces notó el estruendo que las rodeaba. La tierra ardía en vida. Las hojas de los cafetos respiraban tan intensa y afanosamente que casi se podía decir que jadeaban. Los grillos frotaban sus patas con un frenesí descomunal para la insignificancia de su talla. Desde el sueño de sus enterradas cavernas, las serpientes agitaron los crótalos. Las arañas se descubrieron músicas al tensar en ángulos inverosímiles el laberinto de sus redes.
El ruido aquel salió del cafetal, agarró camino arriba y llegó a perturbar las jaranas que le cantaban a doña Lola. Ambrosio perdió el paso y la gente ya no se pudo concentrar en el son que insistía en seguir sonando.
Él se echó entonces a correr, guiado por el griterío del cafetal y, sobre todo, por el blanco incendio que colmaba la colina de don Sebastián. Casi enloquecido, llegó hasta el pie del naranjo, donde su mujer, a punto del desvarío, sostenía en brazos a la niña. La envolvía no sólo el vuelo de su vestido: una inmensa y tibia nube de luz la protegía también. Eran miles, tal vez millones —¿quién iba a contarlos?— de cocuyos.
“¡Luz! ¡Luz!”. Su padre sólo eso atinó a decir, mientras amorosamente la acunaba en un brazo a su hija y con el otro levantaba a su Clara. Ya muy cerca se oía la carrera de los fandangueros que habían corrido tras él. Justo cuando encumbraban, la nube se apagó discretamente, como instantes antes había cesado también la nocturnal sinfonía. La sensación que todos compartían sin saber cómo articular era la de haber sido arrancados de un sueño.
Luz cumple hoy quince años y sus padres lo celebran con un fandango en serio. Las viejas jaranas suenan con un gusto de aquellos y, aunque se queja, la tarima no se quiebra. La niña, como cada día desde que nació, está feliz. Sonríe y se ilumina. “Nació con buena estrella”, dicen lo que entonces creen estar en plenilunio. Sólo ella sabe que son miles, quizá millones, de cocuyos los que esa noche se atreven a confundir a las mareas con tal de seguir siendo parte de un milagro.

sábado, 25 de abril de 2009

Actos de fe



A Chuy
I

—Uy, ya no queda nada. Antes había de todo: venados, gallinitas de monte, no se diga conejos, zopilotes… Mucho animal de uña: pumas, gato montés, leones…
—¿Leones?
—Ah, sí. Una noche, mis hermanos llegaron con mucha hambre del monte. Habían estado haciendo vigas todo el santo día. Serían las ocho. Yo ya estaba acostada, pero me levanté para avivar el rescoldo y calentarles su cena. Mi mamá, como los vio tan cansados, se ofreció a descargar los animales. Unas mulas chulísimas, una retinta, la otra alazana. Los burros eran pardos, como todos. No tenían chiste. En eso, oí clarito un rugido. De león. Ay, Virgen santísima. Lo único que supe hacer fue tomar un palo ardiendo y ponerme tras la puerta. Ahí oí cómo mi mamá tranquilizaba a las mulas: “Oh, oh… Ya, bonitas. Ya se fue…” Cuando entró, le pregunte qué había sido ese espanto. “Nada —me dijo nomás—, anda, ya vete a dormir, yo cuido aquí las tortillas.” Clarito entendí que no me quería asustar.
—Pero, ¿leones?
—¿Entonces? ¿Cómo explicas, si no, que mi mamá ni siquiera me haya querido decir qué eran? Te digo que eran leones.



II

Cuando era niña, una mirruñita así, me puse muy mala. De un susto. Me quedé sin hablar, sin dormir, sin comer. Y calentura todo el tiempo. Nada me la quitaba. Con decirte que tres días así y ya me estaba muriendo. La gente le decía a mi mamá: “Se le va a ir, Silvianita, se le va a ir”. Ella ya no sabía qué hacer. Me daba todos los remedios que le recomendaban. Como ya no tenía qué darle de comer a mis hermanas, se fue con su carga de leña al pueblo grande. Dice que en el camino iba llore y llore. Seguro iba a perder a su criatura. De qué había servido que se le salvara de la viruela si ahora se iba a ir de un simple susto. Cuando entregó su leña, el dueño de la tortillería le dio de pilón un kilo de masa blanca. Se puso contenta y salió a buscar su burro, pero el canijo ya se había soltado y andaba pastando en un baldío. Lo que son las cosas. Ahí se encontró con una anciana tan pobrecita que, sin pensar en sus hijas hambrientas, le dio su masa. La señora le preguntó qué pena la tenía tan mortificada. Mi mamá le contó todo, llorando. La viejecita le dijo que no se preocupara, que sí había un remedio. Sólo tenía que darme hueso de gigante, molido, revuelto en un poco de pulque. Con eso tenía. Mi mamá se quedó en las mismas. ¿De dónde iba a sacar hueso de gigante? La mujer sacó una bolsita de su pecho y se la dio. Era poquito, pero con eso alcanzaba. Mi mamá llegó recontenta a verme. Revolvió el polvito en pulque y me hizo tomarlo. Yo no quería, pero ya no tenía fuerzas para defenderme. Me lo tragué todito y en cosa de horas me alivié. Y aquí estoy.
—¿Gigantes? ¿A poco existen?
—¿Crees que no? Entonces, a ver, dime, ¿con qué me curé?



III

—Entonces, mija, ya acabaste la escuela.
La veo alisar con la mano su mandil de cuadritos azules. No me mira. Me pregunto si ella sabe cuán hermosas son sus moradas, oscuras, rasposas manos.
—Sí, al fin.
—No sé cómo le hiciste. Yo nunca hubiera tenido cabeza para eso. Me encalabernan las letras, la gente que habla tanto.
Ahora ve por la ventana, quizá buscando una silenciosa nube que, sin encalabernarla, le diga todo lo que esa tarde necesita saber: si caerá granizo, si deberá echarse otro chal a la espalda, si ya puede destetar al becerro…
—La verdad, no se me hizo tan difícil.
—¿Ah, no? ¿Y por qué crees?
Ahora sí me mira pero por primera vez no veo claro en sus ojos. Me entretengo reparando en eso y no respondo. Insiste.
—¿Por qué crees?
La pregunta, engañosamente sencilla, encierra un gato. (De pronto tengo otra vez ocho años y la nueva maestra me interroga a mansalva: ¿para qué sirve el transportador del juego de geometría? La respuesta parece tan simple que no puede ser cierta, la suelto de todos modos.)
— No sé… ¿porque soy lista?
—Ah…
Equivocadísima. (El transportador no sirve para transportar.)
—¿No?
—… entonces san Martincito no te ayudó para nada…
Apocada, mi breve soberbia se apaga ante el resplandor de cada veladora prendida en mi nombre por ella desde que soy su nieta. Sonriendo buenamente en la concha donde vive con su escoba, san Martín de Porres nos mira.
—… y porque san Martincito intercedió por mí en cada examen…
Sonríe al fin. Sus ojos han recuperado su líquida claridad. Y yo la certidumbre de que, pese a mis ocasionales lapsus en la fe, tendré siempre sobre mí su bendición.
Porque la nube que lee mi abuela suele venir cargadita de agua.


domingo, 15 de marzo de 2009

Instantáneas

En el cristal se veía la Macroplaza y un rostro muy parecido al mío, pero infinitamente más triste. E inflamado. En el pómulo izquierdo, la piel comenzaba a tornarse azul. Le tomé una foto de cuerpo entero al reflejo, como los turistas retratan a los niños con mocos en los mercados o a la puerta destartalada de una vecindad. Miserias fotogénicas que se lleva uno de recuerdo no sé para qué. Acaso para que un día, cuando ya no eres esa mujer, el retrato salte de un libro olvidado como un arlequín sádico y te diga: “¿Te acuerdas?”. La memoria, estoy convencida, es una habilidad sobrevaluada.

***

Era un Impala o un Thunderbird. No sé. Uno de esos carros largos que parecen lancha en el lago disecado que hemos hecho ciudad. En el asiento delantero cabíamos cómodamente tres personas. Al volante estaba un sujeto lerdo y, por suerte, callado al que sólo vi esa vez. Era amigo de L., un tipo que a veces se parecía muchísimo a Lennon en esa foto donde tiene la boca apretada y los brazos cruzados sobre una camiseta de New York City. Un tipo a quien por momentos yo creía amar. Momentos tan efímeros como la cerveza fría en ese ardientemediodía dominical. Entre ellos dos habían bebido media docena de esas botellas oscuras que parecen barrilitos. Yo miraba tan a lontananza como es posible en un eje vial. De Oriente, un viento vino a enredarme el cabello. Al defenderme de él, me agaché lo justo para mirarnos, a los tres, en el espejo lateral derecho. La imagen me pareció una copia casi exacta de una de las dos fotos que de mi padre conservaba aún mi madre. Sentado ante una mesa de cantina, rodeado de amigos de cantina, él sostiene una Victoria, mientras su mujer, conmigo en sus entrañas, alimentándome umbilicalmente de desencanto, parece preguntarse qué diablos hace allí. “¿Qué diablos hago aquí?”, díjeme. Y me bajé. Desembarqué, más bien. No sé bien dónde, pero quisiera pensar que fue sobre el viejo canal de Santa Anita.

***

Seguramente tienen un nombre especial, pero yo las conozco como fotos de circo. En realidad son llaveros, en forma de prisma, que en la base translúcida llevan una diapositiva y en el otro extremo un orificio para ver la imagen a contraluz. Me han tomado dos fotos de ésas. En una aparezco en brazos de mi madre que me mira arrobada, como si no tuviera yo puesto el sombrero rojo más horrendo y como si no fuera ella la responsable del desastre. En la otra, aparezco de perfil al lado de L., en un circo vacío. ¿A quién se le ocurre ir al circo en martes? Aquel día, a dos parejas que esa tarde entenderíamos por qué el show no siempre debe continuar. En la foto no se ven, pero frente a nosotros desfilaban con desgano un payaso resentido y sin chiste, cuatro malabaristas-dulceras-taquilleras con mallas que no soportaban un remiendo más, un león dormido, una elefanta voluntariamente amnésica y el motociclista que protagonizaba el acto estelar: “el giro de la muerte”. A él le entregamos el dinero que nos restaba porque, antes de entrar a la jaula esférica para dar volteretas durante 45 segundos, nos explicó que la diversión que estaba por brindarnos no gozaba de la cobertura de un seguro de vida. Lo dijo en el tono de los que al pedir una moneda en el pesero, aclaran que, si quisieran, podrían estar robando. Además, ya habíamos advertido que sólo éramos cuatro en medio de una comunidad entrañablemente unida por la desgracia de haber escogido un arte incomprendido. La foto del sombrero rojo sigue siendo un preciado tesoro de familia. A la otra la había olvidado. Pero hoy es martes. Y al barrio acaba de llegar un circo.

martes, 10 de marzo de 2009

Por las ramas


A G. Santander, que escribe poemas con frases como
"Camina no cualquier nalga/ Es una nalga que hundió reputaciones..."


Mi amigo G., que es gay, considera que, dada la superioridad numérica de las mujeres en el mundo y la nunca menguante población homofílica, la escasez de odas al cuerpo masculino es inexplicable, injusta e ingrata. Evoco una o dos anatomías memorables. Retazos de ellas, mejor dicho. Un muslo tibio. Un rojizo lunar púbico. Un pecho lampiño. Una barba de madrugada. Sí merecen, aun a la distancia, una o dos frases honrosas, cómo no. Después de todo, los dueños de un par de esos cuerpos se tomaron la molestia de descuartizarme para luego escribir de piernas, labios y sonrisas diagonales. ¿Será entonces que mi corazón destrozado no fue resultado de una crueldad calculada, sino meramente de un fallido ejercicio poético? Mi amiga S., tan sabia, me consolaba con una frase que vio citada en la papeleta de algún restaurante de franquicia: “las mujeres que no tienen suerte con los hombres, no saben la suerte que tienen”. Sí, pero de todos modos, creo que G. tiene razón y que hay un poema por escribir. El problema es que no soy mujer de versos. Me gusta imaginarme, más bien, como una mujer de giros. De giros de cumbia. Elocuencia no falta en los cuerpos movidos tropicalmente. L., el letárgico ex marido de S., le oyó decir a un consumado bailarín de danzón, que hay que desconfiar de la gente que no baila. Pienso en cuán confiada fui aquella vez en el Salón Veracruz, cuando dejé que los dedos índice y medio de T., taxista de oficio diurno, tahúr al meterse el sol, me enseñaran a bailar Nereidas. Él, con la mirada obstinadamente en lontananza, jamás me vio a los ojos mientras bailábamos. En cambio, M., en el fondo sólo un mamón, llegó a la conclusión de que yo no era de fiar porque, en vez de reconocerme en sus pupilas, preferí contemplarme en mi vestido rojo, mientras bailábamos en el restaurantito aquél, tan tapizado de espejos. No sé, quiero creer que de la gente que no baila no hay que desconfiar, sólo enseñarle un par de pasos. Ahora que si no aprende… Ahí está N., mi aniñada tía, que jamás ha logrado bajar a los pies la ligereza con que, cuando está tumbada en el sillón, se sueña, moviéndose, con guantes hasta el codo y una orquesta monumental al fondo. En cambio nuestro pariente O., oscila su cuerpo de oso con tal fuerza y determinación, que todas pasan por alto su falta de gracia y él jamás se ve relegado a la orilla de la pista. Lo mismo ocurre con A., la esposa de mi tío H., alhajita a quien una madrugada vi bailando en el Tropicana con otro señor, siguiendo una técnica mecánica, pero a todas luces eficiente. ¿Será que el tío confía en ella porque baila? Pensé en guardarle el secreto, pero terminé despepitándolo un par de semanas después, cuando con esa noticia le correspondí a mi prima P. el caudal de noticias con que me entretuvo en una larga sobremesa que de otro modo hubiera sido insoportable. En otro convivio, muy distinto pero igualmente dilatado, mi amigo E., recientemente tan enamoradizo, trataba de convencerme de que eso de “estar sentido” es un mexicanismo, un sentimiento incomprendido allende nuestras líneas divisorias. ¿Será? Lo consulto con Ch., una compañera de trabajo chapada a la antigua que colecciona agravios en la oficina, en su casa y, recientemente, en el Metrobús. Coincidimos en que debe tratarse de algo universal. Lo comprobaríamos si las garitas de salida de este país no quedaran tan fuera de la ruta del metrobús que me lleva a un museo de la colonia Tabacalera. Sólo por entretenerme en el viaje, trazo mis fronteras locales: al oriente, Congreso de la Unión; al norte, Cantera-Ticomán; el Periférico al sur y de una vez al poniente. Tierra adentro en esa cartografía, en otro día del calendario, camino por un camellón techado de jacarandas en flor con los esposos J. y V., tan complementarios. Ella siempre tan llena de altas convicciones. Tanto así que éstas comienzan a indigestarla, aunque ella cree que el aire malhumorado que de pronto nos intoxica tiene otro origen. Cuando los dejo, me quedo un rato imaginándolos en otras combinaciones: a J. tan justo y a V. tan volátil, emparejados con todos los aquí citados: la fugitiva esposa, la sabia exiliada, el insufrible catedrático, la furibunda autodidacta, el casi olvidado cancionero… Perdiendo así el tiempo es que el poema que reclama mi querido G. aún no encuentra su primera palabra…

Escarcha azul

Las tres hijas de mi abuela, todas señoras de su casa, creen que su mejor talento está en la cocina. Pero es en torno al fogón de su madre donde el sabotaje se revela como una vocación más sincera. Se esconden la sal, bajan o suben el fuego ajeno, usan las pasas para otra cosa... El clan sobrevive sólo porque el aquelarre se limita a Nochebuena.
Aquella tarde, sin embargo, la cocina estaba en armoniosa ebullición. Unas manos rojas betabel me arrinconaron en cuanto crucé el umbral.
—Le dieron una pela de aquellas a Juana —suelta mi mamá.
—¿Por qué?
—Por cusca… andaba con un casado —aporta Cristina, con los poros de la nariz excitados no por las especias con que barniza al lechón sino por la adrenalina del chisme.
—La mujer vino por ella. Le gritó desde el portillo y como aquélla no salía, ésta que se mete… —tercia Paula, espiando por la ventana la casa de junto.
—Y que la saca de las greñas, hasta el patio. Y de ahí al kiosko —recrea mi mamá acto y trayectoria con las manos.
—Pero, ¿por qué?
La abuela, suave matrona, apenas entra pero ya sabe lo que se cuece.
—Ah, ¿no te han dicho? Es que Juana…
—Sí, ya sé, pero, ¿por qué? —interrumpo, de pronto divertida.
—¿Cómo por qué? —dice mi mamá, irritada por tener que decidir si su cría es descarada o sólo tarada.
—¿Por qué a ella? ¿Por qué no a él?
—Ah, entonces hay que aplaudirle —dice la abuela, de pronto sarcástica.
—No, pero…
—Hay por ahí un rollo de escarcha azul. A ver dónde la cuelgas.
Es por eso, amigos, que esta noche en mi casa el árbol está desnudo. Y la mesa también. ¡Salud!