domingo, 15 de marzo de 2009

Instantáneas

En el cristal se veía la Macroplaza y un rostro muy parecido al mío, pero infinitamente más triste. E inflamado. En el pómulo izquierdo, la piel comenzaba a tornarse azul. Le tomé una foto de cuerpo entero al reflejo, como los turistas retratan a los niños con mocos en los mercados o a la puerta destartalada de una vecindad. Miserias fotogénicas que se lleva uno de recuerdo no sé para qué. Acaso para que un día, cuando ya no eres esa mujer, el retrato salte de un libro olvidado como un arlequín sádico y te diga: “¿Te acuerdas?”. La memoria, estoy convencida, es una habilidad sobrevaluada.

***

Era un Impala o un Thunderbird. No sé. Uno de esos carros largos que parecen lancha en el lago disecado que hemos hecho ciudad. En el asiento delantero cabíamos cómodamente tres personas. Al volante estaba un sujeto lerdo y, por suerte, callado al que sólo vi esa vez. Era amigo de L., un tipo que a veces se parecía muchísimo a Lennon en esa foto donde tiene la boca apretada y los brazos cruzados sobre una camiseta de New York City. Un tipo a quien por momentos yo creía amar. Momentos tan efímeros como la cerveza fría en ese ardientemediodía dominical. Entre ellos dos habían bebido media docena de esas botellas oscuras que parecen barrilitos. Yo miraba tan a lontananza como es posible en un eje vial. De Oriente, un viento vino a enredarme el cabello. Al defenderme de él, me agaché lo justo para mirarnos, a los tres, en el espejo lateral derecho. La imagen me pareció una copia casi exacta de una de las dos fotos que de mi padre conservaba aún mi madre. Sentado ante una mesa de cantina, rodeado de amigos de cantina, él sostiene una Victoria, mientras su mujer, conmigo en sus entrañas, alimentándome umbilicalmente de desencanto, parece preguntarse qué diablos hace allí. “¿Qué diablos hago aquí?”, díjeme. Y me bajé. Desembarqué, más bien. No sé bien dónde, pero quisiera pensar que fue sobre el viejo canal de Santa Anita.

***

Seguramente tienen un nombre especial, pero yo las conozco como fotos de circo. En realidad son llaveros, en forma de prisma, que en la base translúcida llevan una diapositiva y en el otro extremo un orificio para ver la imagen a contraluz. Me han tomado dos fotos de ésas. En una aparezco en brazos de mi madre que me mira arrobada, como si no tuviera yo puesto el sombrero rojo más horrendo y como si no fuera ella la responsable del desastre. En la otra, aparezco de perfil al lado de L., en un circo vacío. ¿A quién se le ocurre ir al circo en martes? Aquel día, a dos parejas que esa tarde entenderíamos por qué el show no siempre debe continuar. En la foto no se ven, pero frente a nosotros desfilaban con desgano un payaso resentido y sin chiste, cuatro malabaristas-dulceras-taquilleras con mallas que no soportaban un remiendo más, un león dormido, una elefanta voluntariamente amnésica y el motociclista que protagonizaba el acto estelar: “el giro de la muerte”. A él le entregamos el dinero que nos restaba porque, antes de entrar a la jaula esférica para dar volteretas durante 45 segundos, nos explicó que la diversión que estaba por brindarnos no gozaba de la cobertura de un seguro de vida. Lo dijo en el tono de los que al pedir una moneda en el pesero, aclaran que, si quisieran, podrían estar robando. Además, ya habíamos advertido que sólo éramos cuatro en medio de una comunidad entrañablemente unida por la desgracia de haber escogido un arte incomprendido. La foto del sombrero rojo sigue siendo un preciado tesoro de familia. A la otra la había olvidado. Pero hoy es martes. Y al barrio acaba de llegar un circo.

martes, 10 de marzo de 2009

Por las ramas


A G. Santander, que escribe poemas con frases como
"Camina no cualquier nalga/ Es una nalga que hundió reputaciones..."


Mi amigo G., que es gay, considera que, dada la superioridad numérica de las mujeres en el mundo y la nunca menguante población homofílica, la escasez de odas al cuerpo masculino es inexplicable, injusta e ingrata. Evoco una o dos anatomías memorables. Retazos de ellas, mejor dicho. Un muslo tibio. Un rojizo lunar púbico. Un pecho lampiño. Una barba de madrugada. Sí merecen, aun a la distancia, una o dos frases honrosas, cómo no. Después de todo, los dueños de un par de esos cuerpos se tomaron la molestia de descuartizarme para luego escribir de piernas, labios y sonrisas diagonales. ¿Será entonces que mi corazón destrozado no fue resultado de una crueldad calculada, sino meramente de un fallido ejercicio poético? Mi amiga S., tan sabia, me consolaba con una frase que vio citada en la papeleta de algún restaurante de franquicia: “las mujeres que no tienen suerte con los hombres, no saben la suerte que tienen”. Sí, pero de todos modos, creo que G. tiene razón y que hay un poema por escribir. El problema es que no soy mujer de versos. Me gusta imaginarme, más bien, como una mujer de giros. De giros de cumbia. Elocuencia no falta en los cuerpos movidos tropicalmente. L., el letárgico ex marido de S., le oyó decir a un consumado bailarín de danzón, que hay que desconfiar de la gente que no baila. Pienso en cuán confiada fui aquella vez en el Salón Veracruz, cuando dejé que los dedos índice y medio de T., taxista de oficio diurno, tahúr al meterse el sol, me enseñaran a bailar Nereidas. Él, con la mirada obstinadamente en lontananza, jamás me vio a los ojos mientras bailábamos. En cambio, M., en el fondo sólo un mamón, llegó a la conclusión de que yo no era de fiar porque, en vez de reconocerme en sus pupilas, preferí contemplarme en mi vestido rojo, mientras bailábamos en el restaurantito aquél, tan tapizado de espejos. No sé, quiero creer que de la gente que no baila no hay que desconfiar, sólo enseñarle un par de pasos. Ahora que si no aprende… Ahí está N., mi aniñada tía, que jamás ha logrado bajar a los pies la ligereza con que, cuando está tumbada en el sillón, se sueña, moviéndose, con guantes hasta el codo y una orquesta monumental al fondo. En cambio nuestro pariente O., oscila su cuerpo de oso con tal fuerza y determinación, que todas pasan por alto su falta de gracia y él jamás se ve relegado a la orilla de la pista. Lo mismo ocurre con A., la esposa de mi tío H., alhajita a quien una madrugada vi bailando en el Tropicana con otro señor, siguiendo una técnica mecánica, pero a todas luces eficiente. ¿Será que el tío confía en ella porque baila? Pensé en guardarle el secreto, pero terminé despepitándolo un par de semanas después, cuando con esa noticia le correspondí a mi prima P. el caudal de noticias con que me entretuvo en una larga sobremesa que de otro modo hubiera sido insoportable. En otro convivio, muy distinto pero igualmente dilatado, mi amigo E., recientemente tan enamoradizo, trataba de convencerme de que eso de “estar sentido” es un mexicanismo, un sentimiento incomprendido allende nuestras líneas divisorias. ¿Será? Lo consulto con Ch., una compañera de trabajo chapada a la antigua que colecciona agravios en la oficina, en su casa y, recientemente, en el Metrobús. Coincidimos en que debe tratarse de algo universal. Lo comprobaríamos si las garitas de salida de este país no quedaran tan fuera de la ruta del metrobús que me lleva a un museo de la colonia Tabacalera. Sólo por entretenerme en el viaje, trazo mis fronteras locales: al oriente, Congreso de la Unión; al norte, Cantera-Ticomán; el Periférico al sur y de una vez al poniente. Tierra adentro en esa cartografía, en otro día del calendario, camino por un camellón techado de jacarandas en flor con los esposos J. y V., tan complementarios. Ella siempre tan llena de altas convicciones. Tanto así que éstas comienzan a indigestarla, aunque ella cree que el aire malhumorado que de pronto nos intoxica tiene otro origen. Cuando los dejo, me quedo un rato imaginándolos en otras combinaciones: a J. tan justo y a V. tan volátil, emparejados con todos los aquí citados: la fugitiva esposa, la sabia exiliada, el insufrible catedrático, la furibunda autodidacta, el casi olvidado cancionero… Perdiendo así el tiempo es que el poema que reclama mi querido G. aún no encuentra su primera palabra…

Escarcha azul

Las tres hijas de mi abuela, todas señoras de su casa, creen que su mejor talento está en la cocina. Pero es en torno al fogón de su madre donde el sabotaje se revela como una vocación más sincera. Se esconden la sal, bajan o suben el fuego ajeno, usan las pasas para otra cosa... El clan sobrevive sólo porque el aquelarre se limita a Nochebuena.
Aquella tarde, sin embargo, la cocina estaba en armoniosa ebullición. Unas manos rojas betabel me arrinconaron en cuanto crucé el umbral.
—Le dieron una pela de aquellas a Juana —suelta mi mamá.
—¿Por qué?
—Por cusca… andaba con un casado —aporta Cristina, con los poros de la nariz excitados no por las especias con que barniza al lechón sino por la adrenalina del chisme.
—La mujer vino por ella. Le gritó desde el portillo y como aquélla no salía, ésta que se mete… —tercia Paula, espiando por la ventana la casa de junto.
—Y que la saca de las greñas, hasta el patio. Y de ahí al kiosko —recrea mi mamá acto y trayectoria con las manos.
—Pero, ¿por qué?
La abuela, suave matrona, apenas entra pero ya sabe lo que se cuece.
—Ah, ¿no te han dicho? Es que Juana…
—Sí, ya sé, pero, ¿por qué? —interrumpo, de pronto divertida.
—¿Cómo por qué? —dice mi mamá, irritada por tener que decidir si su cría es descarada o sólo tarada.
—¿Por qué a ella? ¿Por qué no a él?
—Ah, entonces hay que aplaudirle —dice la abuela, de pronto sarcástica.
—No, pero…
—Hay por ahí un rollo de escarcha azul. A ver dónde la cuelgas.
Es por eso, amigos, que esta noche en mi casa el árbol está desnudo. Y la mesa también. ¡Salud!

lunes, 9 de marzo de 2009

Santo Domingo

Al rasgar la piel de una mandarina. Al entibiarse un pino (sin raíz) al sol. Al destilar la inversión térmica su veneno... Hay muchas maneras de oler que ya viene Navidad, mas, para ella, pocas tan potentes como la tinta fresca de Santo Domingo. Pensándolo, se interna en los portales, mundo poblado por hombres malhumorados –y no tan ligeramente intoxicados–, inmunes a las fórmulas de felicidad que pasan por sus manos ennegrecidas.
Los buenos mexicanos tendrían que ir ahí cuando menos una vez al año: por el bautizo, la fiesta de tres años, los XV –así, en romano–, la graduación, la despedida de soltera, la boda, el baby shower, la tarjeta navideña, la esquela final... Los malos también, pero sólo una o dos veces por vida: para corregir el origen, para mudar de destino. Sabiéndolo, ha comprado 25 tarjetas en Palma Norte. Siempre, pero especialmente ahora que el papel lleva nieve, terciopelo y madonas, el golpe de la plancha del impresor suena violentísimo.
Santo Domingo tiene su propia liturgia. Recibe una lista de versos numerados que pueden pertenecer simultánea e involuntariamente a las categorías de solemne, chusco y cursi. Pide “texto especial”. Herejía. Nada molesta más a un impresor que una oveja descarriada.
—Le cuesta más.
—No importa.
—No se lo tengo hoy.
—No importa.
Descarriada y necia.
—Quiero que diga: “En esta Navidad, helada, envenenada y vendida, te deseo felices fiestas”.
Ah. Los impresores no saben de signos. Omiten la primera coma. La ingeniosa ambigüedad se hace amargura inaceptable.
En efecto, le ha costado más.