miércoles, 31 de marzo de 2010

Ciudad Azteca

Cerro Gordo no es la Glorieta de Insurgentes, donde es claro a dónde apunta el norte y hacia dónde mira el sur. Cerro Gordo se alza, sin veleta, a un costado de la Vía Morelos, revestido de tabiques y postes de luz. Aunque la escueta instrucción era dar vuelta a la derecha ahí, en Cerro Gordo, no quise girar en la única calle que encontré en ese sentido, discriminándola por angosta y modesta. Decisión que me llevó a recorrer por varios minuto las entrañas del laberinto industrial de Santa María Tulpetlac.
Y así, por recovecos, entré a Ciudad Azteca, la de pomposo nombre. Donde la nomenclatura de las calles honra a Tlatelolco, Acolman y otras urbes del glorioso pasado mexica, pero donde la civilización se secó con el último lago. A la mitad de una calle secundaria, el paso estaba bloqueado por un grueso cable de acero del que colgaban, como dijes, una docena de botellas de plástico aplastadas. El adefesio estaba asegurado a un árbol y a un poste, con un candado enorme para el que yo no tenía llave. Entonces confirmé lo que había sospechado al encumbrar en Indios Verdes: en esa tierra sin ley, era forastera.

***

—¡Ah, llegaste! No creí que fueras a venir.
Doña Lola, la mujer regordeta que ese sábado festejaba 35 años de matrimonio con don Cuco, es una tía más bien lejana. A media semana me había llamado para hacerme la invitación, subrayando el hecho de que, pese a mis reincidentes desaires, siempre me tomaba en cuenta a la hora de enlistar los invitados a las numerosas bodas y bautizos que celebraba su clan.
—Pues aquí estoy —dije, entregándole una caja que tal vez tenía chocolates. (En realidad la elegí porque me gustó su envoltura neutra.)
Pese a ser la festejada, doña Lola llevaba puesto un mandil tipo bata. Su marido tampoco estaba vestido “para la ocasión”, como se dice. Mientras era conducida atentamente hasta la mesa, lamenté el esfuerzo de ponerme pestañas postizas.
—Nosotros ya comimos, pero siéntate. Te voy a servir, todavía está caliente.
No era el banquete que había querido imaginar como señuelo durante los 45 minutos que me tomó pasar de Insurgentes Norte a la Vía Morelos. Debajo de un grueso plástico transparente, el mantel blanco se resignaba a perder otra oportunidad de lucir su filigrana. En cambio, sobre la mesa, en un plato desechable, por enésima vez, hizo su aparición el trío infalible: arroz rojo, mole y frijoles.
La anfitriona puso en la mesa una servilleta con al menos una docena de tortillas recalentadas. Y se mantuvo de pie a mi lado, como si esperara algo. Su sonrisa, como de santa tonta, se quedó con ella. Cuando di el primer bocado se me ocurrió que era un cumplido lo que buscaba. Resentida por el viaje tortuoso, las pestañas inútiles y las agruras que arribarían en cualquier momento, guardé silencio.
—¿Y qué cuentas…?
La miré sin dejar de masticar calmadamente un trozo de pechuga. ¿Por qué me quiere aquí? Jamás la llamo, no sé cómo se llaman sus nietos y, hasta donde recuerdo, nunca me he despedido con aquello de "a ver qué día vas a la casa".
—¿Cómo están tus hermanas?
Tragado el bocado, ya no tenía pretexto para evitar la plática y, como si el plato limpio vacío fuera la señal que esperaba, doña Lola se sentó a la mesa. Su marido y los otros (sus hijos, nueras y nietos) andaban por la casa como un sábado cualquiera. Yo tenía su atención exclusiva. ¿De qué hablar con ella? ¿De mi monotema de los días recientes, mi detestable nuevo jefe? No, eso ya hasta a mí me aburría. Ya está, la última locura de mi vecina: nunca falla.
—Una porra para la cincoañera: ¡Yamili!… Vamos, todos: chiquitum a la bim bom ba…
Precedida por unas mañanitas estridentes, pero por fortuna breves, la porra inundó el patio. Padres amorosísimos, al parecer, los de Yamili estaban echando la casa por la ventana, literalmente. El festejo infantil se coló hasta la sala de mis tíos lejanos, donde los nietos de la casa se reunieron para bailar el repertorio de Lagrimita y Castel que tan nítidamente se escuchaba, cortesía del amplificador de un compadre del vecino.
—Eso, mija, eso. Mueve la cadera, eso.
—Y Joshua-Jonathan baila… ¡así!
Aunque aliviada porque la distracción me había librado de la plática, el aburrimiento vino solícitamente a mi encuentro. Para distraerlo un poco, hice el inventario: dos padres, cuatro hijos, cuatro nueras, tres nietas, dos nietos. En las paredes, dos títulos de auxiliar contable, tres fotos de boda y un póster de 15 pesos: “Un buen hijo es…”
Cuando Pepe, el mayor de los hijos, se levantó a atender el timbre y, de paso, cerrar la puerta que daba al patio, sus cuñadas aprovecharon para apoltronarse junto a mí en un sillón que era largo, mas no infinito. Quedé clavada en una esquina, forzada a mirar sólo de frente, pues cualquier movimiento giratorio me obligaría a salir botada del asiento. Sólo pude saludar a los recién llegados porque se colocaron, de pie, frente a nosotras. Las sillas del comedor ya estaban todas ocupadas por los de la casa.
Con que, después de todo, no era la única invitada. Vaya, menos mal. La única quizá no, pero aún la más solicitada. Aprovechando que la puerta puso a raya el barullo de la fiesta de al lado, la tía retomó el hilo:
—Pero no nos has contado, ¿qué has hecho?
—No mucho. Acabo de salir de vacaciones con mi hermana.
—¿A dónde? A Acapulco, seguro —aventuró la tía, sin mucha imaginación, como de costumbre.
—No, a Huatulco.
En mi punto ciego, en la esquina opuesta del sillón, se había aposentado uno de los recién llegados. Desde ahí llegó una frase desdeñosa.
—Has de ganar muy bien.
—No... tarjetazo ¬¬–me sentí compelida a explicar.
—Pero, como dicen, lo bailado, quién te lo quita —intervino doña Lola, de nuevo previsible. (“¿Qué haré el sábado? Arroz rojo, mole y frijoles”, la imaginé pensando esa mañana.)
—Ajá.
Siguió una breve pausa, algo incómoda. Se rompió cuando el nieto más grande sacó unas cuantas risas al simular que tocaba un solo de batería.
—De niñas, mis amigas y yo jugábamos a ser guitarristas con la raqueta de tenis —dije, sólo por decir.
—El tenis es un juego de ricos –replicó la voz oscura.
En realidad era de racquetball. Y como sólo teníamos dos, la escoba y el trapeador también estaban en la alineación de la banda. Pero no me dio la gana compartir mis recuerdos con el desconocido.
Los anfitriones decidieron entonces que era buen momento de rellenar los vasos. Ella servía de un cilindro de litro y medio el refresco de toronja, él llevaba una caguama –“ahora 25% gratis”– en la mano.
—¿Cervecita?
—No, gracias. Me da sueño y tengo que manejar de regreso.
—Ay, sí. Tengo carro…
Ya era hora de encarar al impertinente. Una gorra-emblema (“100% chingón”) ocultaba los ojos pero dejaba asomar un rostro abotagado, unas greñas grises y un bigote bicolor. ¡El tío Genaro! Un rudo legendario. La oveja negra de la familia (lejana, cabe insistir). Un malandrín a quien quince años en el penal de Barrientos no habían logrado domar del todo, evidentemente.
—¿Qué? ¿Soy o me parezco?
Busqué con la mirada a los de la casa:
—¿El baño?
Mientras me lavaba las manos, recordé a los réferis de aquel domingo que fui a la lucha libre con Paco y su familia. Vendidos, permitieron que dos le pegaran a uno, que uno diera un golpe bajo a otro, aceleraron o retardaron el conteo, según quien fuera el verdugo y hasta acomodaron a un caído para que mejor le pegaran los de pie. Entonces supe cómo iba a terminar ese sábado.
Con calma, me despedí de mi rostro aún sereno: quién sabe cuándo volvería a verlo. ¿Cuánto pedirían por mi libertad? ¿Lo suficiente para cobrarse diez años de cárcel? ¿Quién haría la llamada a mi hermana? ¿Me alimentarían con guisos preparados por doña Lola? ¿Me guardarían en esa casa o en alguna otra de la indómita Ciudad Azteca, a donde acudí reacia, pero voluntariamente, a ofrecerme al sacrificio, un día sábado a mediodía?
Afuera, los niños fueron enviados a dejarle un regalito a Yamili, la vecinita.
—Quédense al pastel —los instruyó su abuela, sonriendo bonachonamente, como siempre.

martes, 30 de marzo de 2010

Las locas




A M., por la historia que duró un abril.

¿Quién se desnuda en pleno invierno? "¡Sólo un loco!", dirían las enjutas mujeres que asisten a misa de ocho. Lo dirían si miraran hacia arriba alguna mañana. Pero no lo hacen. Prudentes como son, salen de casa bien cobijadas y caminan con la mirada en el suelo para evitar tropezones. Lo cierto es que en esos días helados, los jardines, los camellones y algunas de las mejores calles de la ciudad son manicomios vegetales. Los troncos llevan encima lo que parecen ser racimos de uvas, pero sin uvas. Darían pena si alguien tuviera con qué compadecerse, pero diciembre es tiempo de llevar al corazón de compras. Sólo un sombrerero samaritano –inglés, en realidad, a juzgar por la calidad de su oficio– se apiada de la desnudez de esas frondas. Con materiales de temporada –esferas rotas, escarchas marchitas, ensalada de betabel– confecciona en apenas unas semanas miles de sombreros morados. Los que antes fueron locos por su indigencia, ahora lo son por su extravagancia. Tocados de fiesta, se sacuden jactanciosa y primaveralmente. Más inclinados al borlote que a la compasión, los habitantes de la ciudad ahora sí se atreven no sólo a mirar la locura, sino a festejarla, a chulearla, a anunciarla a toda voz. "¿Ya vieron qué hermosas, las jacarandas?" Están en bocas y en ojos de todos. Ahora sí. Conmovidas por la inconstante naturaleza humana, las locas –ah, sí, son locas, no locos– se dan al llanto. No es que no quieran ser miradas; lo que rehúyen es el sentimiento de abandono que traerá consigo el inevitable tedio. Han cobijado suficientes historias de amor para saber que el hastío inexorablemente vendrá. También lloran su ridiculez. "Ya no estamos para estos desfiguros", dicen las más viejas, olvidando por un momento su precariedad invernal y deseando ser simplemente verdes –verde tierno–, como sus discretos vecinos. Lloran poco a poco lágrimas moradas, aceitosas y pegajosas que no tardan en hacerse alfombra. Poco antes de que la clorofila las reconcilie piadosamente con el anonimato, ríos lilas corren silenciosa y hermosamente por los jardines, los camellones y algunas de las mejores calles de la ciudad...