sábado, 25 de abril de 2009

Actos de fe



A Chuy
I

—Uy, ya no queda nada. Antes había de todo: venados, gallinitas de monte, no se diga conejos, zopilotes… Mucho animal de uña: pumas, gato montés, leones…
—¿Leones?
—Ah, sí. Una noche, mis hermanos llegaron con mucha hambre del monte. Habían estado haciendo vigas todo el santo día. Serían las ocho. Yo ya estaba acostada, pero me levanté para avivar el rescoldo y calentarles su cena. Mi mamá, como los vio tan cansados, se ofreció a descargar los animales. Unas mulas chulísimas, una retinta, la otra alazana. Los burros eran pardos, como todos. No tenían chiste. En eso, oí clarito un rugido. De león. Ay, Virgen santísima. Lo único que supe hacer fue tomar un palo ardiendo y ponerme tras la puerta. Ahí oí cómo mi mamá tranquilizaba a las mulas: “Oh, oh… Ya, bonitas. Ya se fue…” Cuando entró, le pregunte qué había sido ese espanto. “Nada —me dijo nomás—, anda, ya vete a dormir, yo cuido aquí las tortillas.” Clarito entendí que no me quería asustar.
—Pero, ¿leones?
—¿Entonces? ¿Cómo explicas, si no, que mi mamá ni siquiera me haya querido decir qué eran? Te digo que eran leones.



II

Cuando era niña, una mirruñita así, me puse muy mala. De un susto. Me quedé sin hablar, sin dormir, sin comer. Y calentura todo el tiempo. Nada me la quitaba. Con decirte que tres días así y ya me estaba muriendo. La gente le decía a mi mamá: “Se le va a ir, Silvianita, se le va a ir”. Ella ya no sabía qué hacer. Me daba todos los remedios que le recomendaban. Como ya no tenía qué darle de comer a mis hermanas, se fue con su carga de leña al pueblo grande. Dice que en el camino iba llore y llore. Seguro iba a perder a su criatura. De qué había servido que se le salvara de la viruela si ahora se iba a ir de un simple susto. Cuando entregó su leña, el dueño de la tortillería le dio de pilón un kilo de masa blanca. Se puso contenta y salió a buscar su burro, pero el canijo ya se había soltado y andaba pastando en un baldío. Lo que son las cosas. Ahí se encontró con una anciana tan pobrecita que, sin pensar en sus hijas hambrientas, le dio su masa. La señora le preguntó qué pena la tenía tan mortificada. Mi mamá le contó todo, llorando. La viejecita le dijo que no se preocupara, que sí había un remedio. Sólo tenía que darme hueso de gigante, molido, revuelto en un poco de pulque. Con eso tenía. Mi mamá se quedó en las mismas. ¿De dónde iba a sacar hueso de gigante? La mujer sacó una bolsita de su pecho y se la dio. Era poquito, pero con eso alcanzaba. Mi mamá llegó recontenta a verme. Revolvió el polvito en pulque y me hizo tomarlo. Yo no quería, pero ya no tenía fuerzas para defenderme. Me lo tragué todito y en cosa de horas me alivié. Y aquí estoy.
—¿Gigantes? ¿A poco existen?
—¿Crees que no? Entonces, a ver, dime, ¿con qué me curé?



III

—Entonces, mija, ya acabaste la escuela.
La veo alisar con la mano su mandil de cuadritos azules. No me mira. Me pregunto si ella sabe cuán hermosas son sus moradas, oscuras, rasposas manos.
—Sí, al fin.
—No sé cómo le hiciste. Yo nunca hubiera tenido cabeza para eso. Me encalabernan las letras, la gente que habla tanto.
Ahora ve por la ventana, quizá buscando una silenciosa nube que, sin encalabernarla, le diga todo lo que esa tarde necesita saber: si caerá granizo, si deberá echarse otro chal a la espalda, si ya puede destetar al becerro…
—La verdad, no se me hizo tan difícil.
—¿Ah, no? ¿Y por qué crees?
Ahora sí me mira pero por primera vez no veo claro en sus ojos. Me entretengo reparando en eso y no respondo. Insiste.
—¿Por qué crees?
La pregunta, engañosamente sencilla, encierra un gato. (De pronto tengo otra vez ocho años y la nueva maestra me interroga a mansalva: ¿para qué sirve el transportador del juego de geometría? La respuesta parece tan simple que no puede ser cierta, la suelto de todos modos.)
— No sé… ¿porque soy lista?
—Ah…
Equivocadísima. (El transportador no sirve para transportar.)
—¿No?
—… entonces san Martincito no te ayudó para nada…
Apocada, mi breve soberbia se apaga ante el resplandor de cada veladora prendida en mi nombre por ella desde que soy su nieta. Sonriendo buenamente en la concha donde vive con su escoba, san Martín de Porres nos mira.
—… y porque san Martincito intercedió por mí en cada examen…
Sonríe al fin. Sus ojos han recuperado su líquida claridad. Y yo la certidumbre de que, pese a mis ocasionales lapsus en la fe, tendré siempre sobre mí su bendición.
Porque la nube que lee mi abuela suele venir cargadita de agua.