lunes, 4 de mayo de 2009

Luz de azahar


A La Pitaya

Todo el mundo le dice que nació con buena estrella, pero ella sabe que la mejor manera de decirlo es “con buena luz”. La luna estaba preciosa cuando doña Clara, su mamá, quiso hacerse un ramito de azahares para poner bajo su almohada. Como llevaba ya varios días con el mismo capricho, el pobre naranjo que se alzaba a medio patio estaba más pelón que un guaje. Así pues, la redonda, llena, plena mujer fue agarrando rumbo por el cafetal de Sebastián Trejo, que había marcado su colindancia con una hilera no muy derecha de naranjos.
Y fue, ahí, al alzar la mano para cortar las flores, que comenzó con los apuros. “¡Ora sí!”, nomás dijo. Se quedó quietecita y lloró un poquito. “¡Ora sí!”, repitió al calcular que faltaban varias horas para que regresaran los que se habían ido a fandanguear a casa de doña Lola. Entre ellos estaba Ambrosio, su marido, un hombre bueno y trabajador que tenía una sola debilidad: la pachanga.
—Ve, hombre, ve— le dijo Clara, sabiendo que su ofrecimiento de quedarse a acompañarla le dejaba el antojo atravesado. Para convencerlo inventó que quería pasar una noche sin sus ronquidos.
—Ah, bueno, si es por hacerte un bien, me voy tranquilo— respondió aliviado Ambrosio mientras doblaba muy bien el pañuelo que horas más tarde iba a quedar totalmente empapado de un gusto bien cumplido.
En realidad, la mujer quería disfrutar en el silencio que prometía la ausencia de todos sus escandalosos parientes sus últimos momentos a solas con su niña. Porque ella siempre estuvo segura de lo que venía cargando desde tantos meses atrás.
De eso se acordó mientras agarraba aire bajo el naranjo. El aroma de los azahares se le metió en todo el cuerpo, tranquilizándola. “Orita soy el mundo entero de mija —pensó, dejándose deslizar sobre el árbol—; lo que respiro, respira; lo que temo, teme; lo que soy, es”.
En eso nació Luz. La madre la tomó entre sus dedos y pensó en su cuerpo como un naranjo y en su hija como un azahar. Absorta en contemplarla, no advirtió que no hubo llanto y apenas dolor. Perdida en los ojos minúsculos de la recién llegada, vio una luna pequeñita y entonces notó el estruendo que las rodeaba. La tierra ardía en vida. Las hojas de los cafetos respiraban tan intensa y afanosamente que casi se podía decir que jadeaban. Los grillos frotaban sus patas con un frenesí descomunal para la insignificancia de su talla. Desde el sueño de sus enterradas cavernas, las serpientes agitaron los crótalos. Las arañas se descubrieron músicas al tensar en ángulos inverosímiles el laberinto de sus redes.
El ruido aquel salió del cafetal, agarró camino arriba y llegó a perturbar las jaranas que le cantaban a doña Lola. Ambrosio perdió el paso y la gente ya no se pudo concentrar en el son que insistía en seguir sonando.
Él se echó entonces a correr, guiado por el griterío del cafetal y, sobre todo, por el blanco incendio que colmaba la colina de don Sebastián. Casi enloquecido, llegó hasta el pie del naranjo, donde su mujer, a punto del desvarío, sostenía en brazos a la niña. La envolvía no sólo el vuelo de su vestido: una inmensa y tibia nube de luz la protegía también. Eran miles, tal vez millones —¿quién iba a contarlos?— de cocuyos.
“¡Luz! ¡Luz!”. Su padre sólo eso atinó a decir, mientras amorosamente la acunaba en un brazo a su hija y con el otro levantaba a su Clara. Ya muy cerca se oía la carrera de los fandangueros que habían corrido tras él. Justo cuando encumbraban, la nube se apagó discretamente, como instantes antes había cesado también la nocturnal sinfonía. La sensación que todos compartían sin saber cómo articular era la de haber sido arrancados de un sueño.
Luz cumple hoy quince años y sus padres lo celebran con un fandango en serio. Las viejas jaranas suenan con un gusto de aquellos y, aunque se queja, la tarima no se quiebra. La niña, como cada día desde que nació, está feliz. Sonríe y se ilumina. “Nació con buena estrella”, dicen lo que entonces creen estar en plenilunio. Sólo ella sabe que son miles, quizá millones, de cocuyos los que esa noche se atreven a confundir a las mareas con tal de seguir siendo parte de un milagro.