viernes, 6 de febrero de 2009

Un viaje por comenzar

Las estaciones no son lugares de fiar. Todo mundo lo sabe. Sonia lo aprendió a los cuatro años, cuando, antes de dejarla a cargo de media docena de bolsas de mandado, todas más altas que ella, su madre la aterrorizó con un alud de advertencias sobre las oscuras intenciones de los hombres y mujeres que van de paso.
Ese vaguísimo recuerdo bastó para que, automáticamente, al escuchar las voces melosas e incomprensibles de las voceadoras de la central camionera, apretara su bolso contra sí. Con esa postura defensiva llegó hasta el mostrador de ADO; ahí, el filtro polarizador la hizo mirar su propio rostro, hosco y huraño. Divertida de esa versión de sí misma, intentó sonreír a la mujer anónima detrás del vidrio, pero sólo recibió a cambio un boleto y unos dedos que la conminaban a hacerse a un lado. Dudó unos instantes si debía ofenderse o no. Decidió que no. Esa estrategia no sólo le permitía salir bien librada de la epidemia de malhumor que azotaba a la ciudad, sino también la hacía sentirse un poco más grande. Inundada por ese secretísimo sentimiento de superioridad, caminó distraídamente hacia el andén de llegadas.
Por eso no la vio venir, pese a ser tan voluminosa y, ¿cómo decirlo?, estridente... Con torpeza, le echó encima sus bracitos regordetes, cortos y pegajosos. Sonia, momentos antes tan gran persona, se hizo pequeña en el atenazador abrazo de aquella anciana de piel y ropas brillosas. Con tanto estupor como incredulidad, se dio cuenta de que no era fácil zafarse de ese cariño y estuvo a punto de soltar un alarido.
—Abuelita, ¿qué te pasa? Suelta a la muchacha… ¿A poco creíste que era yo?
Al escuchar aquel llamado, con una agilidad de nuevo sorprendente, la anciana soltó a su presa para echarse sobre la nieta. Sonia, aliviada de saberse sólo víctima de una abuela miope y no de una “chinera” o algo peor, se alejó a toda prisa de la efusiva pareja, para quien ella ya no era más que una graciosa anécdota de viaje.
En la sala de salidas, una voz fingidamente amable le anunció que podía abordar el autobús que la alejaría de ahí a 80 kilómetros por hora. Tratando de ignorar el olor a desinfectante de la tapicería, se acomodó y cerró los ojos con la intención de fugarse aún más pronto de la ciudad. Sin embargo, el sueño se negaba a albergarla. Abrió los ojos con la certeza de que se encontraría con un tope, un muro, un policía marcándole el alto, algo o alguien concreto que le impidieran la fuga buscada. En cambio, sólo vio su propio cuerpo encogido contra la ventana, pese a estar vacío el asiento de al lado. Se estiró sólo por hacer algo y fue entonces cuando creyó ver sobre su suéter blanco la huella de dos manos a la altura de su cintura y cadera. Pensó en la abuela de la estación que, pese a su despiste, la había abrazado con sinceridad, clavándole sus dedos regordetes con un cariño sencillo, bienintencionado. Pero no, no eran aquellas las manos sudadas de la anciana. Eran el eco de un abrazo violento que no sabía que aún estaba tan fresco en la memoria de su piel.
No se atrevía a volver a enrollarse porque al hacerlo sus manos y aquellas otras que ahora evocaba podrían llegar a rozarse, despertando sensaciones que no eran bienvenidas hoy, cuando trataba de dejar todo atrás. Como una horda de limosneros atraídos por la moneda soltada al primero de ellos, las temidas sensaciones ya le jalaban la piel, le susurraban súplicas amenazantes, la miraban con ansia, envidia y, también, desprecio. Un involuntario sollozo se tropezó en su garganta, interrumpiendo de golpe un suspiro. Frustrar un suspiro tenía que ser el acto más antinatural, cruel e inútil, pensó.
Antinatural. Cruel. Inútil.
Recibió las duras palabras con serenidad. Conque ése era el mensaje que le traía el fantasma de esas manos. Cerró los ojos y, ahora sí, nada le impidió completar su fuga a un mundo abstracto de formas y movimientos sin sentido. Su sueño fue interrumpido por el chofer que anunciaba la primera escala del viaje en un pueblo cuyo nombre ella no alcanzó a reconocer. Unos cuantos pasajeros comenzaron a bajar, con el cabello desordenado y los ojos semiabiertos de aquellos que quieren regresar a dormir cuanto antes. Sin prisa ni dudas, ella tomó su bolso y los siguió.
En la estación sólo daban señales de vida unos cuantos taxistas que enseguida desaparecieron llevándose consigo a los recién llegados. En la sala quedaron a solas ella y ese silencioso vibrante que reina en los lugares ruidosos cuando se vacían. Las puertas, sin embargo, estaban abiertas de par en par y por ellas entraban el viento, el frío, el polvo y mucho más.
Sonia se sentó sobre su bolso, cruzó los brazos y simuló dormir. Su sueño fingido resultó una carnada natural para el puñado de hombres sin rostro que, como cada noche, llegaron para anidar ahí unas cuantas horas. Parias de la vida y –mucho antes que eso– del amor, estaban acostumbrados a tomar sólo migajas, por eso sus manos se posaron sobre aquel cuerpo falsamente abandonado con tiento, parsimonia, delicadeza, casi devoción.
Las oscuras intenciones de los que van de paso… Sonrió al comprobar la sabiduría de su madre. Y se estremeció al advertir que, en cuestiones de manos, el viaje de su cuerpo apenas estaba por comenzar.

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